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CAPÍTULO LI.

dentro del agua todo el dia, aprovechando la noche para cazar en los bosques.

«Los portugueses son los primeros que le dieron el nombre de anta. Los salvajes del Brasil estiman su carne tanto como la de vaca, y sacan gran partido de su piel, que secada al sol les sirve para forrar los broqueles.»

Federico saltó al caïack para dar caza al anfibio; pero el tapir nadaba con tal rapidez, que hubo de renunciar á su empresa.

En tanto Santiago y Franz, que se habian vuelto á la cabaña con los cisnes negros y la garza real, la cual aun aprisionada conservaba en su apostura algo de la dignidad de su categoría, encontraron en el camino una bandada de grillas que volaban con grande aleteo y algazara. Sin necesidad de acudir al arma de fuego hicieron caer algunas valiéndose del arco y flechas que llevaban, largas y de buena punta triangular; pero no era esta la que causaba más daño y hacia más eficaz el arma, sino varios bramantes untados con liga que flotaban pendientes del astil, y que volteando en el aire pegábanse á las alas y patas de las aves á quienes no tocara el hierro de la flecha; con lo cual caian dos ó tres pájaros juntos, heridos unos y enredados otros en los bramantes.

Al reunirse Federico con sus hermanos de vuelta de la malograda caza, vió con envidia lo afortunados que habian estado, y deseoso de un desquite por noble emulacion de cazador, preparó la carabina, y con su águila en el puño se introdujo en el bosque de los guayabos acompañado de los perros.

Apénas trascurrió un cuarto de hora, cuando estos levantaron un grupo de hermosísimas aves del género de los faisanes. Sorprendidas en su pacífico retiro, las que no volaron en direccion de la llanura buscaron asilo en las ramas de los inmediatos árboles. Al ver tan bellos pájaros Federico soltó el águila, que clavó la garra en uno de los fugitivos, miéntras otro petrificado sin duda por el terror vino á caer á los piés del niño. En seguida cogió otro escondido en un matorral, el cual descollaba sobre todos: dos piés largos tenia su cola, entre cuyas brillantes plumas campeaban otras dos muy largas y estrechas esmaltadas de vivos colores. Por la sola descripcion que en la carta hizo Federico de esta pájaro, el sabio Ernesto le reconoció por el ave del paraíso, la manucodiata, el más galano y gentil de cuantos pueblan los aires de las costas de Nueva Holanda.

Y cuando el jóven naturalista, despues que volvieron sus hermanos, se convenció de la realidad de su suposicion, exclamó alborozado: ¡He aquí el ave singular cuya existencia ha dado lugar á tantas fábulas! Todo en ella, hasta su nombre, ha sido por largo tiempo un error. Vulgarmente se ha creido que, procedente del paraíso terrenal, ningun otro lugar era digno de hospedar á la que habia morado en el eden. Hase dicho tambien que no tenia piés para probar que su vuelo era perpétuo; que volaba durmiendo, y lo más increible, que la hembra ponia sus huevos en el aire y los incubaba en el mismo elemento, sin descansar en su vuelo, salvo algunos cortos momentos que se posaba en alguna