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CAPÍTULO L.

huir con su jinete en la direccion del Lago de los cisnes, con una rapidez que los dejó asombrados.

Los mismos acentos continuaban cada vez más siniestros y espantosos. El toro y el onagro se sublevaron de tal modo, que Federico y Franz tuvieron que apearse, dejándoles arrendados á un árbol para quedar más desembarazados.

—Esto se va haciendo serio, dijo Federico; alguna fiera han olfateado los animales, y quizá sea un león ó un tigre. Adelántate un poco miéntras acabo de sujetar las bestias para que no se escapen, y si notas algo que te alarme, vuelve en seguida, y concertarémos el partido que se ha de seguir; si es preciso, montarémos de nuevo y á toda brida escaparémos del peligro, ya que desgraciadamente nuestro hermano se ha dejado llevar al lado opuesto. ¡Dios sabe dónde estará ahora!

Franz, armado de carabina y dos pistolas, seguido de los perros, se dirigió al paraje de donde parecian salir aquellos extraños acentos. Apénas se habria adelantado ochenta pasos caminando con la mayor precaucion, cuando entrevió en la espesura una enorme hiena que devoraba uno de nuestros corderos; la sangre le chorreaba por los labios, y miéntras la despedazaba, soltaba á intervalos cierto aullido semejante á la risa medio reprimida.

La presencia del tierno cazador no distrajo á la fiera del sangriento banquete, y girando á todos lados las encendidas pupilas, continuó cebándose en la víctima. Conservando Franz toda su serenidad se atrincheró tras un árbol, y apuntando á la hiena disparó ambas pistolas á la vez con tanto acierto, que las balas la rompieron las piernas delanteras atravesándola el pecho. Al instante recobrados los perros y convertido su espanto en furor, acometieron á la fiera, trabándose un combate horrendo; los rugidos de la hiena, cuyas heridas más la enfurecian, se mezclaban con los formidables ladridos de los alanos; la sangre corria en abundancia, y aunque estrechada la fiera por sus enemigos, caras pagaban estos las ventajas que obtenian.

Federico, que oyera el doble estampido, acudió á socorrer á su hermano. Bien hubiera querido terminar con otro balazo el combate; pero era imposible por andar los perros tan revueltos con la hiena, que hiriendo á esta, alguno de aquellos hubiera sufrido igual suerte, y así ambos hermanos tuvieron que contenerse y aguardar el resultado de la lucha, que no se hizo esperar largo tiempo, sucumbiendo al fin la fiera debilitada por la pérdida de sangre. Con alegres clamores cantaban los niños victoria al ver los perros encarnizados sobre el cadáver de la hiena, los cuales no soltaron la presa hasta despues de la más violenta resistencia. Los valerosos animales á quienes casi exclusivamente se debia el triunfo fueron curados con esmero, frotándoseles las heridas con aguamiel y grasa de oso que los expedicionarios llevaban para la comida.

A poco compareció Santiago, á quien habia costado mucho salir del arrozal