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CAPÍTULO L.

Apénas asomé cuando reconocí la voz de Federico, que ya estaba en la ventana inmediata.

—¿Qué será, papá? me preguntó asustado.

Disimulando el temor real y efectivo de que estaba poseido traté de tranquilizar á mi hijo, diciéndole que quizá los cochinos se habian dado cita para hacernos una visita nocturna. Sin saberlo decia la verdad.

—Pues si son ellos, repuso el niño, creo que les va á salir cara la broma, por que á lo poco que distingo los perros ya están á vueltas con ellos. Salgamos y evitarémos quizá una carnicería.

Salímos en efecto, saltando Federico por la ventana casi en paños menores, y fuímos al lugar del combate, donde vímos los perros y el chacal de Santiago revueltos con una manada de cerdos silvestres que habian cruzado sin duda el puente para hacer de las suyas en la huerta de mi esposa.

Mi primer movimiento fue de risa al ver el espectáculo que nos daban los combatientes; pero en seguida llamé á los perros, que sin querer obedecerme, ciegos de furor sujetaban por las orejas á dos puercos, de talla y fuerza prodigiosas. No haciendo caso de llamamientos ni amenazas para que soltasen la presa, fue preciso abrirles nosotros mismos la boca con las manos, y así cesó la lucha. Libres entónces los marranos, sin despedirse ni dar siquiera gracias tomaron soleta á escape repasando el arroyo.

Seguímos sus huellas, y creyendo la invasion hija de un descuido por nuestra parte en levantar las tablas del Puente de familia, llegué hasta él y noté con sorpresa que todo estaba en órden y que indudablemente la tropa cerdosa, con una destreza de que yo no la creia capaz, se habia franqueado paso por las vigas en que estribaba el puente.

Esto me convenció de la necesidad de convertirlo en verdadero puente levadizo, como ya ideaba hacerlo, el cual se levantaria todas las noches para precavernos de semejantes irrupciones.

La operacion, bien mirado, no era un grano de anis; pero el que habia construido ya dos barcos y llevado á feliz término tantas obras que atestiguaban no sólo capacidad, sino destreza en el arte de carpintería, no debia retroceder ante la de un puente.

Si bien conocia el mecanismo de los puentes colgantes, faltábanme las principales piezas de hierro para el caso, y teniendo que luchar con otras dificultades en las que se hubiera estrellado mi ciencia, me limité al más sencillo de todos los puentes levadizos, reducido á una báscula fácil de mover colocada entre dos vigas elevadas perpendicularmente por medio de cuerdas á falta de cadenas, de una palanca y de un contrapeso cualquiera; y combinando la fuerza y resistencia de todo esto, nos hicímos con un puente que se subia y bajaba con la facilidad necesaria para que los niños pudiesen ponerle en movimiento. Así tuvímos una barrera contra las invasiones de las alimañas, ya que ni la profundidad ni la