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EL ROBINSON SUIZO.

desdeñáronse al parecer de maltratarla, dejando siempre tiempo para desaguarla y seguir bogando.

Pasado el primer susto, nuestra primera idea fue la del reconocimiento. Dímos gracias á Dios porque nos habia salvado otra vez; pero todavía faltaba algo: Federico y su caïak me tenian en ascuas, siéndome imposible dominar mi inquietud sobre su suerte, debiéndole haber sorprendido como á nosotros la tormenta. Tan pronto la exaltada imaginacion me representaba al niño y su barco estrellados contra las rocas, como arrastrado hácia la inmensidad de un Océano sin límites. Quedáronme sólo fuerzas para implorar al Señor la necesaria para soportar con resignacion cristiana la afliccion en cuya intensidad ni siquiera pensar queria.

Redoblámos los esfuerzos para remar; yo me encargué del manubrio que hacia girar las alas mecánicas del barco, y trabajando todos de consuno en breve llegámos á la altura de la Bahía del salvamento. Aquí ya comencé á respirar, y cargando todo el peso de mi cuerpo sobre un remo, hice entrar á la piragua bruscamente en el canal y fondeadero de nosotros ya tan conocido. Los primeros objetos que se presentaron á nuestra vista fueron Federico, Franz y su madre arrodillados á la orilla de la playa. Ya habian dado gracias al Señor por la salvacion de Federico, y á la sazon le elevaban votos y súplicas por nuestra conservacion y retorno; y de cuán fervientes serian, cualquiera podrá formarse una idea, así como de la angustia y desesperacion de tan buena esposa y madre. La incertidumbre y la ansiedad la partian el corazon, y sólo la gran fe que la animaba la hubiera impedido sucumbir á tamaño sufrimiento.

Tomámos tierra entre las exclamaciones de alegría y reiterados abrazos de toda la familia. Nadie sabía lo que le pasaba, y la opresion del corazon se desahogó en todos con un torrente de dulces y consoladoras lágrimas. Temia alguna reconvencion de parte de mi esposa por nuestra imprudente temeridad; pero estaba demasiado conmovida y su gratitud á Dios la absorbia de tal modo que ni siquiera pensó en aguar el alborozo general con quejas intempestivas que ya para nada servian.

Tanto los recien venidos como los que aguardaban todos nos reunímos en un solo grupo para orar y dirigir al Eterno nuestras inequívocas de inmensa gratitud, y cumplido este primer deber entrámos en la gruta para mudarnos de ropa, pues veníamos calados.

—¡Bendito sea el Señor! exclamó Federico, ¡ya estamos juntos y fuera de peligro! Ni yo mismo sé cómo he llegado hasta aquí. Faltaria á la verdad si dijese que no he pasado algun miedo; pero persuadido de que mi barco groelandes era incapaz de sumergirse, deseché todo temor. Cuando se derrumbaba una ola sobre mí aguantaba la respiracion, firme en mi puesto, sin más incomodidad que tener que arrojar á veces alguna que otra bocanada de agua salada que sin querer tragaba. Mi única inquietud era la contingencia de perder el re-