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CAPÍTULO XLIX.

pirar á una madre en semejante circunstancia. La rueda de la piragua nos parecia muy lenta, y miéntras funcionaba llenándonos de espuma con sus paletas, mis dos hijos echaron mano de los remos. A pesar de la velocidad de la canoa que apénas dejaba surco en el agua, nada percibíamos todavía. Llegámos al banco de arena donde encalló nuestra nave, creyendo fundadamente que hasta allí arrastraria la corriente al aventurero pescador. Nuestros gritos eran sólo contestados por el eco de las rocas y escollos que se encontraban casi á flor de agua en tan peligroso sitio. Salvándolos nos engolfámos en un laberinto de islotes escarpados unidos á un lejano promontorio de aspecto salvaje.

Aquí se redobló mi zozobra. Limitada la vista por do quiera que la giraba á un estrechísimo horizonte, se dificultaba cada vez más descubrir el paradero del caïak, ¡y quién sabía dónde estaba!

Oprimido el corazon en términos que ya casi no podia respirar, esforzábame para ocultar á los niños la inquietud que me devoraba, cuando de repente ví alzarse á lo léjos sobre la punta de una roca una nubecilla de humo. Llevé la mano á mi pulso, y á los cuatro latidos se siguió una detonacion como de arma de fuego.

Sentí renacer mi valor y dilatárseme el pecho.

—¡Se ha salvado! exclamé, ¡se ha salvado! ¡Esta señal es de Federico, sin duda! ¡está allí cerca del humo que acabais de ver! ¡Antes de un cuarto de hora estarémos á su lado!

Un pistoletazo que disparé fue contestado inmediatamente por otra detonacion procedente al parecer de la misma parte que la primera. Correspondímos con otro disparo, y remando todos con ardor indecible, á los diez minutos distinguíamos ya á Federico, y segun el reloj de Ernesto, á los quince le alcanzábamos, conforme mi promesa.

Encontrámos al héroe del mar en su caïak entre las rocas, y delante de él una morsa ó vaca marina que el intrépido aventurero habia herido de muerte con su arpon, la cual tendida sobre la peña y bañada en sangre estaba agonizando.

En medio del inmenso júbilo que me embargaba al ver á mi hijo en salvo, no pude ménos de reconvenirle por el gran susto que nos causara su imprudencia.

—Papá, respondió, no tengo yo la culpa, la corriente es la que ha arrastrado á pesar mio; los remos eran impotentes para contenerla, y sin repararlo me encontré á tanta distancia de VV. que ya no divisaba la costa ni la vela de la piragua. En medio de eso ni aun tuve siquiera tiempo para acobardarme, distraido como estaba viendo en torno una bandada de morsas que me seguian. Arrojar el arpon y clavarle en uno de esos cetáceos fue negocio de un instante; pero la herida que le causé no era mortal, y en vez de disminuir sus fuerzas aumentaban. El rastro de sangre que dejaba y la vejiga hinchada que flotaba en la cuerda del arpon me servian de guia para seguir y acercarme al mónstruo, en