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CAPÍTULO XLIX.

buena esposa, aturdida, no sabía cómo dar vado á todo, pensando en las demas faenas que habrian de seguirse indispensablemente á las de la salazon y preparaciones de la pesca, como las del acopio de yuca, patatas, maíz y otras mil plantas y raíces para pasar el invierno; para todo lo cual, junto con la doble recoleccion de cereales, no creia bastasen los trescientos sesenta y cinco dias del año.

Tranquilicéla como pude, diciéndola que la yuca podia sin peligro quedar en la tierra, aun cuando estuviese madura, así como las patatas, sin temor de que se echasen á perder con los grillos que echan en Europa por poco que se tarde en arrancalas despues de estar en sazon, cuanto más que su recoleccion era ménos trabajosa en esta tierra ligera que en la áspera y pedregosa de nuestro país; y respecto al grano, que haríamos cuanto estuviera á nuestro alcance para que se abreviase todo lo posible la cosecha, verificando la siega y trilla al estilo de Italia, y si por eso se perdia algo, con creces se recobraria en la temporada inmediata.

Acordóse pues comenzar por el trigo las faenas agrícolas; como era el principal y mejor de mis recursos, desde luego puse por obra un plan que tenia ideado y que ahorraba mucho tiempo y fatiga á los jóvenes labradores.

Principié allanando el terreno frontero á la gruta y disponiendo en él una era que cubrí con estiércol de nuestras bestias, apisonándola lo mejor que se pudo hasta dejarla firme y compacta. Cuando el calor de la atmósfera absorbió la humedad, quedó una superficie lisa y llana sin grieta alguna, tan impenetrable al agua como á los rayos del sol. En Suiza habia aprendido este modo de preparar las eras, el mismo que usan generalmente los colonos de nuestras montañas.

Concluido esto enganché el búfalo y el toro al célebre ceston de mimbres que con el pomposo nombre de palanquin fue para el pobre Ernesto un instrumento de suplicio y de crueles pullas. Santiago y Federico no dejaron de recordarle aquella triste escena y de invitarle á que se arrellanara de nuevo en el canasto entre las dos bestias de carga, prometiéndole formalmente no abusar de aquella posicion; pero el sabio no era de aquellos á quienes se engaña dos veces, y negóse al cortes ofrecimiento, llegando vacío el cesto hasta el campo que habia de segarse.

Llegados allí, mi esposa pidió ataderos para las gavillas, y mis hijos hoces y rastrillos para cortar y reunir las espigas.

—¡Pues no exigis pocas ceremonias! exclamé. Nada, nada; la recoleccion se hará á la italiana. Aquella gente, enemiga del trabajo y perezosa de sobra, se pasa sin ataderos y sin esas herramientas que encuentra demasiado pesadas.

—Entónces, replicó Federico, ¿cómo se componen aquellos haraganes para sujetar las gavillas y trasladarlas á la era?

—De la manera más sencilla del mundo, respondí; el italiano no se para en eso, no agavilla, y trilla el grano en el mismo terreno en que lo ha cogido.

—En ese caso debe ser originalísima una recoleccion á la italiana.