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CAPÍTULO XLVIII.

cerrados con hojuelas de talco para poder ver, y un pedazo de caña sujeto á la cabeza para renovar el aire. Al contemplarle en tan estrafalario traje, no pudímos ménos de soltar la carcajada; pero él, sin hacer caso, con toda gravedad entró en el agua, y nadando se dirigió á la isla del Tiburon, adonde llegámos casi al mismo tiempo, merced á la rapidez de la piragua. El intrépido nadador tomó tierra, y despues de sacudirse como un pato le desembarazámos del capuchon. La prueba salió tan bien, y el traje de buzo dió tan feliz resultado, que todos quisieron uno. La buena madre prometió satisfacer los deseos de los niños, y en seguida recorrímos la isla, que no habíamos visto en cuatro meses, ansiosos de saber cuál habia sido en invierno la suerte de los nuevos colonos.

La primera visita fue para los antílopes, que huyeron al aproximarnos; pero notámos con satisfaccion que habian dado buena cuenta del maíz y bellotas aderezadas con sal que para ellos preparáramos. Por el estado del establo conocímos que los pobres animales lo habian aprovechado, y ántes de abandonarlos renovámos las provisiones, mejorando su albergue para que se aficionasen á su estancia.

Aproveché la ocasion para recorrer la isla á fin de que mis hijos recogiesen conchas, corales y otras curiosidades para enriquecer el museo. Mi esposa, que no hizo gran caso de un gran trozo de coral que la presenté, me sorprendió con otro descubrimiento, consistente en unas plantas marinas cuyo nombre y aplicacion no nos quiso decir, contentándose con hacer un buen paquete de ellas, que juntas con otras que ántes recogiera en la Bahía del salvamento, bien lavadas y puestas á secar al sol guardó cuidadosamente y con cierto misterio en la despensa.

—¡Cáscaras! la dije riéndome, de seguro estás ocultando un gran tesoro, segun el cuidado que empleas; cualquiera diria que es tabaco y lo escondes para que no nos lo fumemos.

Sonrióse al oirme, manifestándome que más tarde conoceria el nombre y propiedades de la planta misteriosa, y yo sería el primero que la daria las gracias ensalzando su virtud y cualidades. Tal respuesta, si bien evasiva, me daba alguna esperanza, y con ella resignacion para no hablar más del asunto.

Miéntras la tierra con su demasiada humedad nos impedia volver á nuestras viajatas, se aprovechó el tiempo que quedaba de encerramiento arreglando en el museo las conchas, corales y demas riquezas minerales últimamente recogidas en el islote del Tiburon.

Esta ocupacion convenia sobretodo á Ernesto, que no desperdiciaba la menor ocasion de merecer el nombre de sabio con que todos le honrábamos y justificar su título de bibliotecario y primer conservador del museo de Felsenheim. Como tal nos explicó la formacion del coral, diciéndonos cómo á veces, de su aglomeracion, se han formado islas en el mar que han hecho suponer á algunos que se originaban de terremotos ó erupciones volcánicas submarinas; disertaba sobre