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CAPÍTULO XLVII.

A pesar del trabajo empleado, á la verdad ni mis hijos ni yo quedámos del todo satisfechos de nuestra obra; pero lo estropeado de nuestros sombreros europeos, y la necesidad de amortiguar los rayos del sol, que hubieran llegado con el tiempo, sin ese preservativo, á derretirnos las cabezas, nos hizo pasar por todo y contentarnos con la forma del adoptado modelo.

—Esto, decia riendo Ernesto, ni es gorra, ni es sombrero. Hé aquí una cuestion que podrá discutirse en la academia de Felsenheim.

—Sombrero, casquete, ó lo que sea, respondió Federico, lo que quiero saber es si ha de conservar el color tan feo é indefinible que ahora tiene. Soy de parecer que se le dé un tinte para realzarlo.

—Tienes razon, dijo Ernesto; yo adoptaria el encarnado, que es el color del poeta.

—Y tambien el de los cardenales y catedráticos, replicó Santiago. Tiñámosle de encarnado y vendrá de perlas al señor doctor Ernesto, que con su gran ciencia no parará hasta ser cardenal.

La oportuna ocurrencia del tronera nos hizo reir á todos.

—Yo estoy por el color gris, dijo Federico, porque es el más económico.

—El blanco sería mejor, repuso Franz, y es más adoptado al clima en que habitamos, porque rechaza los rayos del sol miéntras que los otros colores los absorben.

—Yo voto por el verde, dijo por último Santiago, que es el favorito del cazador, y el que más se acerca á la naturaleza.

—Todos os habeis explicado á las mil maravillas, respondí; siento únicamente no poder satisfaceros como desearia. Federico ha dado pruebas de economía votando por el color gris; Franz, de capacidad, eligiendo el blanco; y Santiago, queriendo una gorra de cazador, ha pensado más en el adorno que en la utilidad. Por lo que hace á Ernesto, no le supongo con humos de ponerse algun dia el capelo de cardenal votando por el rojo. Pero llegue á serlo ó no, fuerza será atenernos á este color, no precisamente por lo que tenga de doctoral ó poético, sino porque, hablando en plata, es casi el único de que podemos disponer.

En efecto, recurrí á la cochinilla, y fui bastante afortunado para dar al fieltro un brillante color de púrpura; cuyo buen éxito neutralizó en parte el mal efecto que habia causado lo indefinible y equívoco de la hechura. El nuevo sombrero se acreditó, y más cuando lo engalané con dos plumas de avestruz. La buena madre se encargó de rematar la obra, ciñéndolo con una cinta amarilla que encontró en su célebre talego encantado; y con tales alifates, el desden con que ántes mirábamos el pobre fieltro se modificó de tal manera que todos de buena gana hubieran presentado la cabeza para calárselo.

Pero su destino estaba ya fijado de antemano como legítima pertenencia de Franz, á quien un incidente imprevisto pocos dias ántes privara de su viejo sombrero. Como el chico era de gentil talle y disposicion, la nueva montera le venía