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CAPÍTULO XLVII.

guera, hubiese enrejados para que al pasar el animal dejase allí enredado lo supérfluo de su pelo, que en adelante habria de convertirse en castor impermeable.

A pesar mio, pues, prefiriera conservarlos en casa; los dos tiernos antílopes quedaron instalados igualmente en el propio islote. El temor de que los perros ú otros animales los incomodaran me decidió á tomar esta resolucion, pensando tambien que, privados de la libertad, tal vez contraerian alguna dolencia mortal, miéntras que en su nueva morada se obviaban tales inconvenientes. Preferí pues salvarles alejándolos, y para hacer llevadero su destierro, construíles en el islote un cobertizo para que se guarecieran de la intemperie, añadiendo para alimentarlos á las naturales producciones del terreno aquellas que nos constaba ser más de su gusto.

Era de ver cómo saltaban y retozaban por la pradera; sus ligeros movimientos, la rapidez de su carrera, y sobre todo las graciosas y esbeltas formas de su cuerpo encantaban los ojos. El antílope es en general de color pardo que en varias partes tira á negro; una lista blanca le arranca del cuello hasta la cola, si bien está medio oculta entre el pelo de los lados; alguna que otra pinta blanca realza su cabeza y lomos; los remos son delgados, los piés brevísimos; en suma, son los animales más gallardos y graciosos que imaginar es dado.

El antílope lleva en sí una riqueza que codician los cazadores americanos: el almizcle; y el modo que comunmente emplean para despojarle de ese don de la naturaleza por cierto bien bien cruel. A fuerza de palos les levantan ampollas donde se les agolpa la sangre, las cuales ligan despues, apretando el nudo de modo que la sangre y pus extravasados no se extiendan; luego las dejan secar hasta que caen por sí mismas, y en ellas se encuentra la sangre perfumada, que con el nombre de almizcle tanto estiman los europeos.

Sólo nos restaban dos tortugas de las que habíamos traido del desierto, y acomodámoslas en el estanque de los patos. Al principio pensé admitirlas en la huerta para que diesen caza á los insectos; pero mi esposa temió que perjudicasen la berza, y así las relegué al pantano, entre el mimbreral y la laguna. Dos de ellas habian muerto en el viaje y los carapachos se guardaron para utilizarlos en su tiempo y lugar.

Encargóse Santiago de trasladar las tortugas al estanque, y apénas llegó le oímos llamar á Federico para que acudiese con un palo. Al principio me imaginé que el tarambana meditaba alguna jugarreta contra los mansos acuátiles, ó que la iba á emprender con las ranas para matarlas á palos; pero ¡cuál fue mi admiracion cuando á poco ví volver á los dos niños con una enorme anguila que habian encontrado prisionera en una de las nasas [1] de pescar que Ernesto dejó

  1. Estas nasas que usan los pescadores consisten en una cesta de mimbres, de forma piramidal, con una boca en forma de cono inverso, por la cual entra el pescado y no puede salir. Llámase técnicamente buitron y se acostumbra ponerlo en las bocas de los arroyos, en los torrentes, acequias de los molinos, ó en las bocas de las presas en los rios. (Nota del Trad.)