guera, hubiese enrejados para que al pasar el animal dejase allí enredado lo supérfluo de su pelo, que en adelante habria de convertirse en castor impermeable.
A pesar mio, pues, prefiriera conservarlos en casa; los dos tiernos antílopes quedaron instalados igualmente en el propio islote. El temor de que los perros ú otros animales los incomodaran me decidió á tomar esta resolucion, pensando tambien que, privados de la libertad, tal vez contraerian alguna dolencia mortal, miéntras que en su nueva morada se obviaban tales inconvenientes. Preferí pues salvarles alejándolos, y para hacer llevadero su destierro, construíles en el islote un cobertizo para que se guarecieran de la intemperie, añadiendo para alimentarlos á las naturales producciones del terreno aquellas que nos constaba ser más de su gusto.
Era de ver cómo saltaban y retozaban por la pradera; sus ligeros movimientos, la rapidez de su carrera, y sobre todo las graciosas y esbeltas formas de su cuerpo encantaban los ojos. El antílope es en general de color pardo que en varias partes tira á negro; una lista blanca le arranca del cuello hasta la cola, si bien está medio oculta entre el pelo de los lados; alguna que otra pinta blanca realza su cabeza y lomos; los remos son delgados, los piés brevísimos; en suma, son los animales más gallardos y graciosos que imaginar es dado.
El antílope lleva en sí una riqueza que codician los cazadores americanos: el almizcle; y el modo que comunmente emplean para despojarle de ese don de la naturaleza por cierto bien bien cruel. A fuerza de palos les levantan ampollas donde se les agolpa la sangre, las cuales ligan despues, apretando el nudo de modo que la sangre y pus extravasados no se extiendan; luego las dejan secar hasta que caen por sí mismas, y en ellas se encuentra la sangre perfumada, que con el nombre de almizcle tanto estiman los europeos.
Sólo nos restaban dos tortugas de las que habíamos traido del desierto, y acomodámoslas en el estanque de los patos. Al principio pensé admitirlas en la huerta para que diesen caza á los insectos; pero mi esposa temió que perjudicasen la berza, y así las relegué al pantano, entre el mimbreral y la laguna. Dos de ellas habian muerto en el viaje y los carapachos se guardaron para utilizarlos en su tiempo y lugar.
Encargóse Santiago de trasladar las tortugas al estanque, y apénas llegó le oímos llamar á Federico para que acudiese con un palo. Al principio me imaginé que el tarambana meditaba alguna jugarreta contra los mansos acuátiles, ó que la iba á emprender con las ranas para matarlas á palos; pero ¡cuál fue mi admiracion cuando á poco ví volver á los dos niños con una enorme anguila que habian encontrado prisionera en una de las nasas [1] de pescar que Ernesto dejó
- ↑ Estas nasas que usan los pescadores consisten en una cesta de mimbres, de forma piramidal, con una boca en forma de cono inverso, por la cual entra el pescado y no puede salir. Llámase técnicamente buitron y se acostumbra ponerlo en las bocas de los arroyos, en los torrentes, acequias de los molinos, ó en las bocas de las presas en los rios. (Nota del Trad.)