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CAPÍTULO XLV.

tiplicar el ataque; Franz debia ir por la parte del arroyo, Santiago por el centro, miéntras yo sostendría el ala derecha impeliendo al centro los animales que tratasen de dispersarse por el llano. Colocados cada cual en su puesto, comenzó la batida; pero uno de los rebaños, que al parecer no hicieron alto en nosotros, pasó el arroyo tan tranquilamente como si un pastor lo guiara; otro quedó inmóvil, y sólo cuando estuvímos casi encima advirtió nuestra presencia. Los grupos más avanzados que estaban echados sobre la yerba se levantaron alargando el cuello y estirando las orejas, los demas les siguieron, y el rebaño entero apercibióse á emprender la fuga; mas ya era tarde: á una señal mia emprendímos todos el galope, y los perros se portaron tan bien en el ojeo que el ganado, en masas compactas, si bien arremolinado, retrocedió, pasó el arroyo, engolfándose en el desfiladero que separa el valle de la llanura, y con la mayor alegría le vímos desaparecer en sus gargantas. Lo más ya estaba hecho, que era conseguir el paso de los prisioneros del desierto á nuestros dominios; faltaba ahora acostumbrarlos á su nueva morada, á cuyo efecto discurrímos varios medios, que todos tenian sus inconvenientes, hasta que adoptámos el de poner atravesada á lo ancho del paso una larga cuerda y suspender de ella las plumas de avestruz que afortunadamente conservábamos en los sombreros. Con esto y añadir algunos jirones de nuestros panuelos creímos, y con fundamento, que esa especie de espantajos bastaria para que animales tan tímidos como el antílope y la gacela no se les acercasen ni de cien varas.

—¡Bravísimo, Federico! ¡excelente invencion! dije interrumpiendo su relato. Tu expediente no puede ser mejor, al ménos durante la claridad del dia; en cuanto á la noche, cuya oscuridad evitará que se vean tus colgajos, ya buscarémos otro medio que surta el mismo efecto. Por de pronto el aullido de los chacales retendrá á los nuevos huéspedes en nuestro paraíso. Pero ahora pregunto: ¿es acaso de tu invencion esa idea?

—Francamente, no: la debo á Levaillant, que la consigna en su Viaje al Cabo de Buena Esperanza, donde dice que los hotentotes se valen de esa estratagema para retener al rededor de sus rancherías los antílopes que han cazado.

—¡Muy bien! respondí entónces á mi hijo; veo con placer que sacas fruto de la lectura. Con esto comprenderás la utilidad que á veces resulta de apropiarse lo que por deleite se ha leido en los libros. ¡Quién te habia de decir cuando leias á Levaillant, que llegaria dia en que pusieses por obra en una anchurosa soledad del Nuevo Mundo el sistema de los hotentotes para cazar antílopes! Pero díme: ¿qué piensas hacer de los conejos? Supongo que no los destinarás para la huerta: ¡pobre de ella si entrasen!

—No por cierto, pues tenemos dos islas á nuestra disposicion donde pueden alojarse sin causar daño. En la del Tiburon, por ejemplo, podria establecerse un magnífico vivar con sólo hacer una plantacion de nabos y coles y con las patatas que sobrasen del invierno se multiplicaria esa raza sin inquietarnos, propor-