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EL ROBINSON SUIZO.

Mi objecion embarazó un poco al sabio; mas alabé su imaginacion diciéndole que tal vez algun dia se tomase en consideracion su plan por no dejar abandonada esta caverna, que considerada como apeadero, era importante como punto de partida para las incursiones en el llano.

La conversacion fue interrumpida por el regreso de los intrépidos cazadores, que alegres y contentos volvian de su expedicion. Mucho ántes de llegar oímos la algazara que movian. A pocos instantes estaban en nuestra compañía. Apearse, desaparejar las bestias y arrendarlas á los árboles fue obra de un momento.

Santiago y Franz traian cada cual al cuello un cabritillo, cuyas patas estaban liadas por delante, y el zurron de Federico me pareció repleto.

—¡Buena caza! ¡buena! exclamó Santiago; á fe que mi corcel se ha portado á las mil maravillas. ¡Si V. hubiera visto, papá, ni un gamo corre más! Federico trae en el morral dos saltarines que nos ha hecho rabiar mucho, pero al fin se han dejado coger... Mire V., mamá, aquí traigo corbatas á lo Robinson.

—Sí, sí, interrumpieron Franz y Federico, trae un par de conejos de angora en el zurron y un cuclillo tan complaciente que nos ha enseñado una colmena grandísima atestada de miel.

—Os falta lo mejor, añadió Federico; hemos hecho prisionera una manada entera de antílopes, obligándoles á entrar por el desfiladero de nuestros dominios, y así ya podrémos cazarlos cuando nos convenga.

—Vaya, celébrolo todo infinito, les respondí; pero lo más importante en este dia es que Dios haya devuelto sanos y salvos á un padre sus tres hijos abandonados en medio del desierto. Demos gracias al Señor, amigos mios, por este nuevo favor. Ahora ya podeis contar detalladamente vuestra expedicion para que me sirva de gobierno en lo sucesivo.

En seguida reparé en Santiago que traia la cara abotagada y colorada como un tomate.

—¿De dónde te ha venido, le pregunté, esa gordura repentina y ese color tan subido? Tus aventuras habrán sido un si es no es peligrosas. Cuéntanos, cuéntanos.

Federico se anticipó á hablar.

—Voy á referir, papá, punto por punto cuanto nos ha pasado. Dirigímonos desde luego el hermoso valle que vímos há pocos dias para atravesar el arroyo y penetrar en la gran vega. Galopando siempre, al cabo de un rato llegámos á descubrir dos grandes rebaños de cuadrúpedos pequeños sin distinguir su especie, pudiendo ser cabras, antílopes ó gacelas. Lo primero de que cuidámos fue llamar los perros y tenerlos siempre inmediatos, porque la experiencia me ha enseñado en nuestras cacerías que los animales montaraces más temen á los perros que á los hombres.

Cuando llegámos á conveniente distancia, decidióse por unanimidad apoderarnos de todo aquel ganado, y para conseguirlo dividí mis fuerzas á fin de mul-