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CAPÍTULO XLIV.

mudar de brazo la carga. Paréme como ellos; pero Ernesto continuó andando sin hacer caso de nosotros, con ánimo sin duda de anticiparse á gozar de la sombra y reposo de la gruta.

—Mucha prisa lleva el sabio para encontrar sombra, dijo Santiago riéndose al verle tan presuroso; quizá cuando lleguemos estará ya durmiendo la siesta.

No bien acabó el niño de pronunciar la última frase, cuando oímos una voz de alarma seguido de agudos aullidos de los perros y de un bramido que el eco repetia. La voz era la de Ernesto, que todo demudado y casi sin aliento llegó donde estábamos, y se echó en mis brazos diciendo:

—¡Papá! ¡papá! ¡un oso! ¡Ahí viene!

Y el pobre chico, más muerto que vivo, no pudo pronunciar más palabra. El susto y la sorpresa de la noticia me impidieron tranquilizarle y reanimar su valor, y ménos cuando de repente se apareció un disforme oso, al que seguia otro á corta distancia.

Un frio glacial cuajó de pronto la sangre en mis venas, tal fue el instantáneo terror que me sobrecogió; sin embargo, prevaleciendo el instinto de la propia conservacion:

—¡Valor, hijos mios! ¡valor y serenidad! fue lo único que pude decir; y uniendo la acción á la palabra, me eché la carabina á la cara para recibir al enemigo. Federico hizo lo mismo, y con una resolucion y sangre fria muy superiores á su edad, se colocó á mi lado. Santiago preparó igualmente su arma, si bien quedándose á retaguardia; y Ernesto, que en su aturdimiento habia arrojado la suya para huir más ligero, se desvió á mayor distancia.

Los perros entre tanto habian ya trabado la pelea, y cuerpo á cuerpo luchaban con sus terribles adversarios. Federico y yo disparámos á un tiempo, y aunque los tiros no hirieron de muerte á ambas fieras, fueron bastante certeros para que la primera quedase con una mandíbula rota, y la segunda con tres costillas y un brazuelo ménos, lo que por de pronto impedia, al uno morder, y al otro echar la garra. Nuestros fieles compañeros seguian haciendo prodigios de valor: luchaban con inteligencia superior á su instinto, y la sangre teñia la arena. Bien hubiéramos querido disparar segunda vez, pero se hallaban tan revueltos los combatientes, que casi era seguro herir ó matar alguno de los perros. En este conflicto resolvímos avanzar, y estando ya á cuatro pasos de los osos, disparé á boca de jarro un pistoletazo á la cabeza de uno, y Federico hizo lo propio con el otro pasándole el corazon. Un imponente rugido siguióse á las detonaciones, rugido que aun nos hizo temblar, y tras una corta agonía espiraron á nuestros piés.

—¡Alabado sea Dios! exclamé al verlos caer, alzando al cielo las manos. ¡Demos gracias al Señor, que por tercera vez nos ha salvado la vida!

Mudos de espanto permanecímos sin articular palabra durante algunos segundos, contemplando el resultado de la victoria. Los perros, aunque heridos y