Página:El Robinson suizo (1864).pdf/305

Esta página ha sido corregida
272
EL ROBINSON SUIZO.

con la esperanza, decian, de que puestos al ardor del sol, durante el dia y bien cubiertos por la noche, lograrian sacar á luz los hijuelos.

Sobre esto hice presente á Federico que, pesando cada huevo á lo ménos tres libras, el nido entero pesaria sobre ciento, lo que imposibilitaba su traslacion por un desierto donde apénas podíamos soportar el peso de las armas y morrales, y que además era muy dudoso que la influencia de la madre pudiera reemplazarse por un calor artificial. Sin embargo, como estaban preocupados con su idea, recordéles lo que habian leido acerca de los hornos de que se sacan los pollos en Egipto, quedando convenido, prévio mi consentimiento, que cada cual traeria un huevo envuelto en el pañuelo, previniéndoles únicamente que los sacasen con tiento del nido sin tocar á los que quedasen, pues de lo contrario al volver la madre y notar el menor desórden los romperia todos al instante.

Al irnos tuvímos la precaucion de dejar señalado el sitio do se hallaba el nido con una cruz de madera, para poderlo encontrar al dia siguiente.

El exceso de peso que sobrecargaba á mis hijos, poco á poco les fué siendo molesto, y á no ser por el bien parecer, de buena gana hubieran renunciado á los avestruces por no llevar los huevos; pero no dieron su brazo á torcer, y seguímos adelante.

Para ganar el tiempo perdido con tantas detenciones, acercámonos á las rocas, y al paso encontrámos una laguna, confluencia sin duda de numerosos manantiales de que de ellas brotaban. Aquí encontrámos las huellas de los perros y del mono, por lo que quedó averiguado el cómo y dónde apagaron su sed y se refrescaron con el baño. Aprovechando el escaso ambiente que allí corria, hicímos alto para tomar un bocado y proveernos nuevamente de agua. Desde aquel punto divisábamos los rebaños de búfalos, monos y antílopes; mas estaban tan léjos que no nos daban el menor cuidado, si bien se encontraban huellas recientes por los alrededores de varios animales, sin reconocer alguna que pudiera ser de la serpiente, que era lo que más nos importaba.

Dispuestos estábamos á proseguir el camino, cuando el chacal de Santiago hizo un descubrimiento. De pronto le vímos escarbar entre la arena, y asomó un bulto redondo que se disponia á reconocer con los dientes. Santiago lo notó, se lo quitó y me lo trajo. A primera vista parecia una como bola informe de tierra húmeda; pero echándola en el agua para enterarme mejor, me encontré que lo que tomara por raíz ú otro objeto insensible era una criatura viviente, y nada ménos que una tortuga de la especia más pequeña, apénas del tamaño de una pera comun, y que echó á andar.

—¡Calla! exclamó Federico; no creia que existiesen tortugas sino en el mar. ¿Cómo habrá podido esta llegar hasta aquí?

—¿Quién sabe? dijo Ernesto; quizá en este desierto habrá caido una lluvia de tortugas, como en otro tiempo cayó en Roma otra de ranas.

—¡Alto ahí, señor sabio! respondí; la observacion irónica no revela tu cien-