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EL ROBINSON SUIZO.

—Hemos de convenir, dijo Federico más reanimado, que un buen pedazo de jamon asado á la otaitiana en el desierto es una gran cosa.

—Más vale esto, añadió Ernesto, que la carne cruda que comen los tártaros en sus viajes, manida bajo la silla del caballo. Al ménos, ya que no sea otra cosa, tienen la ventaja de llevar siempre consigo la cocina.

Este rasgo de erudicion de parte del sabio dió lugar á una discusion, y miéntras les explicaba las razones en que me apoyaba para creer fabulosa esa costumbre que tantos viajeros han dado por cierta, Federico, cuya vista alcanzaba muy léjos, se levantó de repente asustado.

—¿Qué es lo que has visto, hijo mio? le pregunté.

—Me parece divisar como si fueran dos hombres á caballo. Ahora se les reune otro, y galopan de frente... Deben ser árabes del desierto.

—¿Arabes? exclamó Ernesto; querrás decir beduinos.

—Dejáos de árabes y beduinos, respondí, y tú, Federico, toma el anteojo, y cerciórate de lo que es.

—Ahora distingo como rebaños que pastan, y como unos carros cargados de heno que se mueven á orillas del torrente... Ya no veo nada... De todos modos, prosiguió Federico, allá hay algo extraordinario.

—Tus ojos están á componer, sin duda, dijo Santiago; dáme el anteojo, yo miraré... Ya veo, ya veo, exclamó al cabo de un rato; efectivamente son unos hombres á caballo con lanzas y banderolas.

—Ya escampa, respondí á mi vez; desconfio de vuestros ojos que no ven sino visiones, y sino dígalo el mónstruo de marras que se convirtió en un banco de arenques.

Tomé el anteojo, y despues de mirar con atencion, dije:

—Ya está averiguado: los árabes del desierto, los lanceros, los carros de heno que andan solos, y los rebaños tan extraños ¿no sabeis lo qué son?

—¿Girafas, acaso? respondió Santiago.

—Cerca le andas, respondí son avestruces, magnífica caza que la casualidad nos depara; y es menester no desperdiciar la ocasion de atrapar alguno de estos habitantes del desierto.

—¡Avestruces! exclamaron á un tiempo los dos niños, ¡qué dicha! Si pillamos uno y logramos domesticarle, tendrémos plumas bonitas para adornar las gorras. ¡Qué elegantes estarémos!

—Vaya si lo estarémos, añadió gravemente Ernesto; pero cuando contemos con el pájaro.

En tanto los avestruces iban aproximándose y era menester no descuidarse. Por de pronto, lo más sencillo era aguardar á que pasasen y cogerlos desprevenidos. Mandé á Federico y Santiago que fuésen en busca de los perros y el mono, miéntras Ernesto y yo nos escondíamos tras de una peña, para que no nos apercibiese la bandada, que forzosamente debia pasar por delante. Buscando al-