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CAPÍTULO XXXIX.


Muerte del asno y del boa.—Digresion sobre las serpientes venenosas.


Tres dias completos de mortales angustias que nos parecieron otros tantos siglos nos tuvo el miedo bloqueados en la habitacion sin que en su trascurso se permitiese salir sino por lo más indispensable, y esto con las mayores precauciones, y limitándonos á algunos centenares de pasos. El enemigo no daba la menor señal de su presencia, y hubiéramos imaginado que habia desaparecido, si la inquietud y agitacion que reinaban entre las aves acuátiles no nos revelaran su proximidad. Todas las tardes al anochecer se dirigian graznando desapaciblemente á la Isla del tiburon, como en busca de un asilo más seguro que el que les ofrecia la laguna y las junqueras donde ordinariamente moraban.

De dia en dia crecia mi embarazo, y la inmovilidad del adversario oculto entre la maleza y abrigado en un terreno pantanoso y por lo tanto inaccesible, acrecentaba el horror de nuestra situacion, imposibilitándonos de tomar ninguna resolucion. Eramos demasiado débiles para atacar de frente al reptil en su guarida. Semejante expedicion hubiera costado la vida á alguno de nosotros, cuando no á todos. Los perros en el caso presente eran tan impotentes como nosotros, y consideré como sacrificio inútil exponerlos ni por un instante. Lo más triste era nuestra cautividad forzada, funesta á nuestras ocupaciones y orígen de imprescindibles necesidades, pues las provisiones iban consumiéndose, y no habia medio de reponerlas.

Cuando la posicion se iba haciendo más crítica, el cielo vino en nuestra ayuda. El instrumento de que se valió para salvarnos fue nuestro pobre y viejo asno, holocausto de nuestra salvacion.

Como por momentos se iba agotando el forraje, al espirar el tercer dia se dió el pienso de la noche al ganado, y al observar que debíamos pensar en los siguientes, determinámos soltar las bestias para que proveyeran á su subsisten-