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EL ROBINSON SUIZO.

Asustada mi esposa con la descripcion del niño, no sabía ya dónde meterse. Me fuí á buscar un anteojo, otra de las adquisiciones del buque, y dirigirlo hácia donde el polvo se alzaba.

—¡Papá! exclamó Federico, ahora sí que lo distingo claramente; es un animal de color verde oscuro. ¡Qué será!

—Ya lo sé, añadí al punto; debemos encerrarnos inmediatamente en la cueva, sin dejar el menor resquicio abierto.

—¡Pues qué es, papá! exclamaron todos.

—Una serpiente, hijos míos; y una serpiente monstruosa ¡huyamos, no hay que perder tiempo!

—¡Y por qué huir! la esperarémos á pié firme; armas no faltan, aunque sea necesario hacer jugar la artillería.

—Eso será á su tiempo, y no en campo raso como estamos. La serpiente es un enemigo cuya estructura le defiende, en términos de no poder luchar con ella sino desde lugar seguro.

Mi prudencia no satisfizo á Federico; sin embargo, entró con todos nosotros en la gruta, cuyas puertas atrancámos á fin de recibir al enemigo y apercibirnos á la defensa.

Cuanto más avanzaba el reptil más me persuadia de que era un boa. Entónces acudióme á la mente cuanto habia oido y leido acerca del poder de esta mosntruosa serpiente que se nos venía encima tan de prisa, que ya no habia tiempo para levantar las tablas del puente, interponiendo entre ella y nosotros el Arroyo del chacal, no quedando otro remedio que resignarse á esperarla con las carabinas cargadas hasta la boca y las municiones á la mano, para ver si lográbamos matarla.

Estaba ya tan cerca, que podian observarse todos sus movimientos. Despues de haber pasado el puente, paróse olfateando sin duda la presa que creia cercana, y despues de vacilar, la vímos con espanto dirigirse hácia la cueva. De cuando en cuando levantaba la cabeza á la altura de quince ó veinte piés, y erguida la giraba en derredor como si examinase el lugar ó buscase una presa. La puerta y demás aberturas de la habitacion estaban atrancadas; y retirados nosotros al palomar, por una tronera acechábamos cuanto pasaba debajo. Con el dedo en el gatillo de las carabinas, los cañones apoyados en el enrejado que cerraba el palomar, estábamos considerando los movimientos del enemigo. Reinaba el más profundo silencio, causado por el terror.

El boa entre tanto conoció instintivamente la proximidad del hombre, segun pudímos notar en su perpleja marcha. Arrastróse por algun tiempo todavía, y ya sea casualidad ó que recelara al verse en un sitio en el que notaba quizá algun cambio, vino á tenderse cuan largo era y como á cosa de treinta pasos de la puerta de la cueva. A este tiempo, Ernesto, más por miedo que movido de un ardor belicoso, disparó su carabina, á cuya señal siguióse una descarga cer-