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CAPÍTULO XXXVIII.

de cuerdas y correas destinadas á suspender como una parihuela, sobre la que se colocó bien sujeto, el cesto oblongo, dentro del cual se arrellanó Ernesto por via de ensayo. Santiago montó el búfalo que iba delante, y Franz el toro, que sostenia la trasera, y entre los dos iba el filósofo metido en el canasto colgado de ambas bestias. En esta forma, á la voz de los jinetes echó á andar el vehículo de nueva especie, primero despacio, por no estar aun habituados los animales á aquel paso, y así mecido el cesto asemejábase á un carruaje de lujo montado en muelles de acero. Ernesto aseguraba que era el medio de viajar más cómodo, y que á la sazón no se cambiaba por el jefe del celeste imperio; pero no era esto lo que se propusieran sus hermanos, sino jugarle una mala pasada que les hiciese reir. A una señal convenida, los conductores, arreando de firme sus corceles, echaron al galope, y entónces comenzó para el pobre filósofo un suplicio grotesco, que consistia en sacudirle y marearle á saltos. El chasco era pesado; pero como no ofrecia peligro, no pudimos contener la risa al verle tan zarandeado.

—¡Parad! ¡parad! gritaba á sus hermanos.

A cuyas voces hacian oídos de mercader, y el pobre paciente tuvo que soportar su suplicio el trecho que nos separaba del arroyo. Cualquiera se hará cargo de lo encolerizado que se pondria el filósofo y de los denuestos que dirigiria á sus hermanos por la chuscada que tan de improvisto le cogió. Fuera de sí por el paseo forzado, hubiera habido la de San Quintin, si no llego á tiempo de mediar en el asunto. Echóse á broma; Ernesto se fué calmando, y renació la paz momentáneamente alterada. Reprendí á Santiago, y esta satisfaccion bastó al pacífico Ernesto para sosegarse, en términos que ayudó á su hermano á desuncir el búfalo y conducirle á la cuadra; y todavía no contento, fuése á buscar un puñado de sal para regalar al animal, instrumento inocente de la mistificacion de que habia sido víctima.

Aplacada la tempestad, continuámos la tarea de cesteros, y estábamos con sosiego tejiendo, cuando Federico, cuya penetrante vista abarcaba á gran distancia, se levantó de improviso espantado por haber divisado, segun dijo, una nube de polvo al otro lado del arroyo en el camino de Falkenhorst.

—¡Papá! esa polvareda, dijo, deben causarla muchos animales de gran tamaño; y lo peor es que siguen esta direccion.

—Yo tambien la distingo, le respondí; pero no acierto lo que podrá ser: el ganado está recogido...

—Como no sean, dijo mi esposa, dos ó tres carneros que todavía no han parecido, ó quizá la marrana que vuelva á hacer de las suyas...

—¡Qué carneros, ni qué marrana! añadió Federico, cada vez más alterador, aquí hay algo de extraordinario; y ya distingo los movimientos de un animal, que se enrosca y desenrosca alternativamente para avanzar, irguiéndose á veces como un mástil, y otras se detiene y arrastra cual un reptil.