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CAPÍTULO XXXVIII.


El telar.—Los vidrios.—Cestos.—Palanquín.—Aventura de Ernesto.—El boa.


Recordando las fatigas que nos costara la recoleccion de la cosecha, al aproximarse la estacion de las lluvias resolvióse que, en vez de sembrar la simiente sin concierto como hasta entónces se habia practicado, se labrase en regla un campo para que la siembra sazonase á un tiempo; mas como las yuntas no estaban todavía habituadas al yugo para emprender las labores, hubímos de aplazarlo para más adelante.

Entre tanto, como nunca faltaba qué hacer, ocupéme en construir para mi esposa un telar que me tenia reclamado hacia ya tiempo. La decadencia de nuestros vestidos y en especial de la ropa blanca, daban á esta máquina un precio inestimable. Despues de muchos ensayos logré terminarla; y aunque no era muy pulida, llenaba el objeto á que se le destinaba de proporcionarnos tela más ó ménos tupida; pero al fin era tela y nada más se necesitaba. Entónces celebré haber sido tan curioso en mi infancia, y recorrido los talleres de los tejedores, sorprendiendo á veces algunos de sus secretos que ahora tuve ocasion de aplicar. A fin de no desperdiciar harina en el apresto que se emplea para dar consistencia ó con objeto de que no se enreden los hilos, eché mano de la cola de pescado, que entre otras ventajas tenia la de conservar más la humedad que el engrudo comun.

Esta misma cola, segun ya dije anteriormente, me habia proporcionado unas hojas trasparentes á manera de vidrios que, si bien no llenaban cumplidamente el uso á que estos se destina, sin embargo servian para cerrar las ventanas expuestas á la lluvia.

Alentado con el buen éxito de ambos ensayos, resolví intentar otro nuevo, ó por hablar más poéticamente, añadir un floron más á mi corona industrial. Los