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CAPÍTULO XXXVII.

en una ensenada de fácil acceso, donde saltámos en tierra para abastecernos de cocos y plantones para llevarlos al islote. Con singular placer oímos los lejanos cantos de los gallos y los balidos del ganado que nos anunciaban la proximidad de la granja, dulce recuerdo de nuestra cara patria, donde el caminante extraviado, al percibir esos acentos, bendice la Providencia porque le anuncian hospitalidad y abrigo en alguna cabaña oculta en el bosque. Esta coincidencia infundióme tristeza, y así procuré distraer con la conversacion los recuerdos á que naturalmente dió lugar.

Despues de un corto descanso, volvímos al mar, no sin haber arrancado ántes en la misma playa algunos piés de nopal para trasplantarlos en la isla como díque para contener el ímpetu de las olas. De aquí á la colonia no habia sino un paso. Todo se encontró allí en el mejor órden, extrañándonos únicamente que las ovejas y cabras huyesen á nuestra aproximacion. Los niños dieron en perseguirlas; pero como corrian más que ellos, echaron mano á los lazos que siempre llevaban en el bolsillo, y los despidieron con tanto acierto, que cogieron tres ó cuatro, á las cuales se acarició y regaló con una buena racion de patatas y sal, llenándonos ellas en cambio sendos jarros de leche que nos supo bien. Mi esposa quiso recoger algunos pares de gallinas, y con sólo desparramar por el suelo un poco de arroz y avena, acudió á su al rededor todo el gallinero. Eligió las que quiso y un gallo, y atados por las patas se depositaron en la canoa.

Llegó la hora de comer, y como no hubo tiempo para encender lumbre, los fiambres hicieron el gasto; pero la ponderada lengua de ballena que tanto recomendara maese Ernesto, fue declarada detestable y sólo buena para comer en caso de necesidad extremada. Al chacal de Santiago, único de los animales domésticos que nos acompañaba, debió agradarle mucho segun el ansia con que la devoraba. En cambio, los arenques y repetidas tazas de leche nos fuéron quitando del paladar el sabor de aceite rancio de la dichosa lengua.

Mi esposa se encargó de los preparativos del regreso, miéntras Federico y yo fuímos á cortar cañas dulces, que tambien pensaba trasplantar en el islote.

Provistos de lo necesario para la nueva colonizacion, nos reembarcámos y se viró en direccion del Cabo á fin de penetrar en la bahía y examinarla; pero un banco de arena que arrancaba de su mismo pié y se extendia muy adentro del mar me hizo retroceder sin conseguir mi objeto, dándome por satisfecho de que el viento y reflujo nos llevasen hácia fuera, evitando así que encallásemos. La vela desplegada y las paletas de la máquina puestas en movimiento redoblaron la fuerza, y llegámos al islote en la mitad del tiempo que empleáramos la primera vez. Esta prontitud nos sirvió de mucho, pues junto al banco divisámos una respetable bandada de mónstruos marinos, que al parecer entre sí batallaban. Les veíamos agitarse, maniobrar y chocarse mútuamente. Este espectáculo nos in-