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CAPÍTULO XXXIV.


Segundo invierno.


Estaba ya casi encima el segundo invierno que íbamos á pasar en la isla, y no podíamos desperdiciar los momentos que restaban de buen tiempo para abastecernos de cuanto pudiera sernos útil, especialmente de granos, fruta, patatas, arroz, guayabas, bellotas, cocos, anís, yuca y piña, que era el gran regalo de los niños. Confiáronse á la tierra, como el año anterior, las semillas de Europa, creyendo que, por hallarse removida aquella, la humedad de la estacion las fecundaria más pronto.

Mi esposa hizo nuevos costales que acarreaban llenos al almacén los sufridos animales, donde se vaciaban en barriles para conservar la cosecha. El acarreo, así como la recoleccion, no dejaban de fatigarnos, pues las mieses, por haberse sembrado en épocas distintas, no estaban todas en igual grado de sazon, siendo preciso irlas eligiendo, y para remediar este, inconveniente el próximo año, pensé en hacer una labranza en regla. Al efecto contábamos con una yunta de búfalos, y aunque careciéramos de colleras y tirantes, proponíame hacerlos durante la reclusion de invierno. En una palabra, era menester hacernos labradores en forma, así como sucesivamente habíamos ejercitado los oficios de carreteros, carpinteros, canteros, albañiles, cesteros y otras profesiones á cuyo aprendizaje, la necesidad que es la mejor maestra, nos habia obligado.

La prevision que tuve no fue en vano. Aun no estaba concluida la faena proyectada cuando el horizonte se presentó cargado de oscuras y espesas nubes, precedidas de fuertes ráfagas de viento que nos obligaron á apresurar los últímos trabajos. Las tempestades se sucedian unas á otras; el huracan silbaba espantosamente, y el estampido del trueno repetia sus ecos en las quebradas de la montaña. El mar tomó tambien parte en este general desequilibrio de la naturaleza,