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EL ROBINSON SUIZO.

—¡Pobrecillo! ¡Bendito sea Dios, añadió la madre, mil veces bendito por haberte sacado con bien!

—Con ser mayor que tú, dijo Federico, quizá no tuviera tanta resolucion, ni se me hubiera ocurrido lo que á tí.

—Quién sabe lo que hubiera yo hecho en semejante caso, dijo Ernesto.

—Probablemente, respondió Santiago con socarronería, tu grande ingenio te hubiera sugerido algun recurso, y prestado tambien materia para hacer alguna disertacion sobre el cieno y los pantanos; lo que es tiempo no te hubiera faltado, y si te detienes, no quedas para contarlo. ¡Ah! la necesidad y el apuro son los que más inspiran y hacen inventar al más tonto.

—Siento, hijo mio, dijo la madre, no te hayas acordado que lo primero que la necesidad enseña es acudir á Dios y pedirle su proteccion, pues sin su voluntad, ¡qué valen nuestros esfuerzos!

—Si, mamá, ya lo sé, y no lo olvidé, respondió Santiago; tambien me acordé de Dios entónces, y recé cuantas oraciones sabía, implorando su auxilio, sin que se me pasase por alto lo acaecido el dia del naufragio, en que el Señor nos socorrió porque acudímos á él.

—¡Bien! hijo mio, ¡muy bien! exclamé entónces, Dios te ha oido sin duda, concediendo fuerza á tus brazos é instinto al chacal para que acudiera á tu voz, y sugiriéndote la feliz idea que te ha salvado. La oracion fervorosa siempre encuentra á los divinos ojos su recompensa. Demos pues á Dios las gracias, y alabémosle, no sólo con los labios, sino con el corazon.

Fue preciso ocuparse en seguida en el aseo de Santiago, buscando uno zapatos, otro medias, otro ropa, miéntras su madre se afanaba por limpiarle del lodo que le cubria, operacion que hubo que hacer en el arroyo. Cuando estuvo vestido se me presentó con el haz de juncos, que tambien fue preciso lavarlos, preguntándome:

—Quisiera saber, papá, cómo se teje una cesta.

—¡Todavía no lo has discurrido! respondí; vamos, te lo enseñaré, pero no con esos juncos, que son demasiado recios, y así los puedes dejar para otra cosa; mas ya que están aquí, haré con ellos un ensayo.

Elegí los más iguales y comencé un telar para tejer, que hacia tiempo deseaba mi esposa. Dos juncos partidos en toda su longitud y atados con un cordel para que se secasen en la misma posicion sin torcerse, compusieron las cuatro barras que necesitaba para la parle llamada peine. Encargué á los niños cortasen varias astillas de madera para labrar con ellos los dientes, y cuando estuvieron dispuestos todos estos materiales, los guardé sin decir á nadie para qué los destinaba, con objeto de causar una sorpresa á mi esposa, cuando llegase el caso oportuno; é insensible á las bromas á que dieron lugar los palillos, que los niños calificaban de mondadientes, encerréme en mi propósito de no descubrir el secreto.

—Pero ¿qué vas á hacer con todo ese aparato? decia mi esposa.