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CAPÍTULO XXXIII.

—Más se parece, añadió Ernesto, al dios Neptuno que sale de su imperio con todos sus atributos mitológicos.

—Reíos, reíos, señores graciosos, contestó Santiago algo cargado; á fe que si me quedara en el sitio ya habriais llorado.

Llamáronme estas palabras la atencion, y en tono severo reprendí á sus hermanos la poca caridad que demostraban con sus sarcasmos, diciéndoles:

—No debeis burlaros de esa manera, sea cual fuere la causa, del prójimo, de un cristiano, y más aun entre hermanos; igual desgracia pudiera haber acontecido á cualquiera de vosotros. ¿Os gustaria entónces que los demás se mofasen de vosotros? Ven acá, pobrecillo, ven, añadí tendiendo los brazos á Santiago. ¿Qué es lo que te ha sucedido, dónde te has puesto así?

—En el Pantano del flamenco, respondió, adonde se me ocurrió ir á cortar unos cuantos juncos para hacer un canasto para los pichones.

—La intencion era buena; no es culpa tuya que te haya salido tan mal.

—Y tan mal, papá, que á no ser por estos haces de juncos, de seguro dejo la piel en aquel fangal. Como los de la orilla eran muy gruesos y no me hacian al caso, pues los deseaba delgados y flexibles, empecé á saltar de mata en mata hasta que llegué á un punto en que no habia más que cieno blando y negruzco, donde se me hundieron los piés, tras estos las rodillas, y así por mi propio peso, sin poderlo remediar, fuíme enterrando en el fango; y como no podia salir, ni valerme de ningun medio, por no tener á qué asirme, me afligí dando voces á las que nadie respondia.

—¿Cómo habíamos de responderte, interrumpió Federico, si estábamos tan léjos? fuera de que el viento y el ruido del mar no dejaban oir tu voz; ya puedes imaginar que á oirte, hubiéramos volado á tu socorro.

—Pero ¿por qué no nadaste, dijo Ernesto, tú que eres tan buen nadador?

—¡Buena advertencia! extraño que lo digas, ¡echarme á nadar con más de medio cuerpo enterrado en el fangal! Pero ya verás cómo salí del atolladero. Cuando me persuadí de que llevaba mis voces el viento, y los aullidos de mi chacal tampoco surtian efecto, conocí que no habia otro remedio que contar conmigo mismo, y pronto, porque me iba sumergiendo cada vez más. Saqué la navaja que traia en el bolsillo y empecé á cortar unos cuantos juncos, y formando un haz con ellos, apoyé encima los brazos y pecho con tal fuerza que pude al fin desprenderme de la húmeda prision en que me veia encerrado. El chacal, que estaba á la orilla, sin atreverse á llegar á donde yo estaba, aullaba cada vez más fuerte, deshaciéndose para auxiliarme. Llamándole conseguí que se acercase, y asiéndome fuertemente de él y pinchándole un poco, mi bravo compañero, valiéndose de sus patas, á la par que yo ayudaba como Dios me dió á entender, salímos á tierra. Pero le confieso á V., padre querido, que en mi vida me he visto, ni espero verme, más comprometido que entónces. La aventura de los búfalos no me asustó siquiera. ¡Eso de morir enterrado en vida!