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CAPÍTULO XXX.


El anís.—El ginsen.


A poco de esta fiesta, recordé que estábamos ya en la estacion de la caza de codornices y hortelanos, que tan abundantemente fue el año anterior en Falkenhorst, y así resolvímos dejar á Zeltheim, donde ya casi nos habíamos instalado desde algun tiempo, para renovar, si se presentaba ocasion, una caza tan productiva como aquella, y á la que debíamos una de las más preciosas y delicadas provisiones de invierno. Mis intrépidos hijos estaban ya dispuestos á partir con las más belicosas intenciones. Federico, el diestro tirador, y Santiago, que le iba en zaga, se regocijaban con las buenas perdigonadas que iban á aprovechar; pero no igualaba al suyo mi entusiasmo, recordando con pena la gran cantidad de pólvora gastada en el año anterior, prodigalidad que no me parecia oportuno repetir en el presente. Con todo, tengo presente haber leido en una obra de viajes, que los habitantes de las islas Pelew empleaban para ese fin unos palitos untados con una sustancia pegajosa, que llamaban liga, compuesta de goma elástica y aceite, con la cual cogian pájaros mayores que las codornices y hortelanos; resolví experimentarlo, y en caso de tener buen éxito la prueba ahorraria considerablemente las municiones de guerra.

La provision de cautchú obtenida en el último viaje estaba ya casi agotada con el calzado impermeable y otros objetos; urgia pues acopiarlo ántes de emprender cosa alguna. Federico y Santiago quedaron en el encargo de recoger cuanto pudiesen, pues á aquella fecha ya debia haber fluido de los árboles por las incisiones que en ellos se practicaron, colocando al pié calabazas para recoger el líquido que de ellas manaba.

Los niños cogieron con gusto el encargo, y montados en sus corceles, bien armados y acompañados de los perros, se echaron á andar, y muy luego los perdimos de vista.