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EL ROBINSON SUIZO.

heraldos de este torneo, proseguí dirigiéndome al arroyo donde estaban los patos y los gansos, ¡que suenen las trompetas! ¡llegó la hora del combate!

No pareció sino que los animales me entendieron: sea porque hablé fuerte y con cierta entonacion, ó no sé por qué, lo cierto es que las aves me contestaron con sus desapacibles graznidos. Puede cualquiera figurarse cuánto celebraríamos la oportunidad.

Señalé el órden de los ejercicios que iban á tener lugar: primero el tiro al blanco con carabina y pistola, y despudes el arco, la carrera, la equitacion, el lazo, natacion y gimnasia. Dispuse al punto lo necesario para el tiro, es decir, un blanco consistente en una tabla figurando un canguró, muy á disgusto de Santiago, que hubiera preferido figurase un salvaje: Federico, apoyándole, lo encontraba más belicoso; pero yo no estuve por esos alardes de gloria, repitiendo á los niños lo que tantas veces les tenia inculcado, que la guerra entre los hombres era la mayor de las calamidades, debiendo limitarnos á ser diestros en la de los animales, ya para seguridad personal como para la indispensable subsistencia.

Cada cual echó mano á su carabina cargándola con bala, excepto Franz, que como más pequeño, no pudo tomar parte en el ejercicio. Federico puso el proyectil en la cabeza del canguró, Ernesto en el cuerpo, y Santiago derribó una de las orejas. Pasámos á otra prueba. Tiré al aire, tan alto como pude, un trozo de corteza, y cada uno de los niños disparó con perdigones á fin de dar en ella ántes de caer al suelo. Ernesto y Federico acribillaron el blanco; Santigo no acertó á tocarle. Se repitió la misma operacion con las pistolas, y el resultado fue el mismo á corta diferencia.

Siguió el ejercicio del arco, que tan indispensable nos habria de ser cuando faltase la pólvora. Noté que los mayores tiraban muy bien, y hasta Franz se lució en esta prueba. Con esto dió fin la primera parte. Al cabo de algunos momentos de descanso, comenzó la segunda con la carrera. Los competidores debian recorrer la distancia que mediaba desde la cueva hasta Falkenhorst, y para comprobacion de la victoria, el primero que llegase á este punto debia traerme un cuchillo que habia quedado sobre la mesa del comedor. Tres palmadas eran la señal. Puestos en ala los tres mayores, al oir la última, como una exhalacion desaparecieron de mi vista; y si bien Ernesto parecia ir más despacio con los codos pegados al cuerpo, pronto fué aumentando la velocidad. Auguré bien de su táctica reconociendo en ella como en todo la habilidad y prudencia del filósofo que jamás hacia nada sin haberlo reflexionado ántes. Pasaron tres cuartos de hora y se presentó Santiago, montado en el búfalo, trayendo arrendados al onagro y al asno.

—¿Qué es esto? dije, ¡buen modo de correr tenemos! tus piernas y no las del búfalo eran las que deseaba ejercitar.

—¡Bah! exclamó apeándose, como conocí que me vencerian, no he querido cansarme, y como supongo que despues vendrá la equitacion, traigo las cabalgaduras para ganar tiempo.