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CAPÍTULO XXV.

tados, pues en vez de correr á todos lados, seguian despacio y con el rabo entre piernas. Cuando penetrámos como cosa de veinte pasos y la luz de las bujías iluminó la bóveda y paredes de la cueva ¡cuál fue nuestra sorpresa al contemplar el portentoso espectáculo que se ofreció á nuestra visita! El asombro nos selló los labios y creímos estar bajo la impresion de un sueño en vez de la existencia real. A nuestro alrededor todo brillaba con un lujo deslumbrante; el techo y muros de aquella gran cavidad parecian de cristal: columnas y arcos de caprichosas formas de trecho en trecho al parecer sostenian la trasparente bóveda, cuyos prismas, estalactitas y artesones de diferentes dibujos y colores hubiera envidiado la más ricas estancia arábiga con todo su lujo oriental; reflejábanse y rielaban los rayos de las luces en los millones de facetas, los cuales se multiplicaban hasta lo infinito, produciendo el efecto de una iluminacion maravillosa que pudiera hacernos imaginar haber sido trasladados al palacio de las hadas, todo cuajado de diamantes, descrito por las mil y una noches, ó bajo el techo de una catedral gótica alumbrada por innumerables cirios en la misa de noche buena. Cuanto más nos internábamos más crecia nuestro asombro. Masas enormes y variadas presentaban un ornato y arquitectura indefinibles; tan pronto eran pilares y arcos aristados cubiertos de follaje de prolijo tallado, como estatuas colosales vestidas de plegados y anchos ropajes, ó monstruosos animales que al punto los cambiantes de luz transformaban en imponentes ruinas de un edificio suntuoso, brillando unas como el cristal de roca y otras con resplandor opaco parecido al que produce el alabastro. La imaginacion podia figurarse cuanto quisiese, y cada refraccion de la luz, imprimiendo continua vaguedad en las formas, trastornábalo todo á cada paso, sin dar lugar á que nada se fijara en la mente.

Cuando se desvaneció aquella primera impresion que suspendiera y embargara los sentidos, comenzámos á reconocer despacio el sitio en que nos encontrábamos. La cueva era espaciosa, de bastante profundidad é irregular figura. El suelo era firme, llano y cubierto de menudísima arena, sin la menor señal de humedad, lo que me infundió la esperanza de que la permanencia en aquel sitio además de salubre sería cómoda y agradable. Reparando de cerca en aquellos cristalizados prismas, que por la sequedad del sitio no podia ser producto de filtraciones de agua, arranqué un pedazo, lo llevé á los labios, ¡y cuál fue mi alegría al convencerme hasta la evidencia de que aquel palacio y su decoracion brillante era de sal gema, es decir, de la major y más pura de todas las sales!

Semejante descubrimiento era de imponderable valor. ¡Qué riqueza para nosotros y el ganado tener á mano y cuando quisiéramos, sin más trabajo que cogerle el precioso condimento, que tan léjos, con grandes fatigas y prolijas preparaciones debíamos proporcionarnos! ¡Qué diferencia entre esta sal y la que usáramos hasta entónces!

No nos cansábamos de recorrer en todas direcciones el maravilloso recinto y