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EL ROBINSON SUIZO.

Federico y Santiago, únicos que treparon á las palmeras, ufanos al bajar de su exclusiva hazaña, echaban en cara é Ernesto con chanzonetas su pereza, pues el doctor se habia entretenido en contemplar á sus hermanos; y como discursivo dejaba sin respuesta las pullas que aquellos á menudo le soltaban, picados cada vez más de la indiferencia con que las recibia. De repente se levanta y dirigiendo su vista á las copas de las palmeras, toma una hacha, un vaso de hojalata y una taza de coco, viniendo á pedirme que la hiciese un agujero para colgársela de un boton. A todos admiró tan extraño como al parecer ridículo deseo, y más cuando nuestro hombre con aire grave se adelantó, dirigiéndose primero á su madre y luego á todos nosotros:

—Señora y caballeros, dijo, confieso que trepar á un árbol es muy trabajoso y nada grato; pero puesto que honra tanto á los que á esto se ejercitan, deseo ser uno de tantos, y ver si por este medio puedo granjearme la benevolencia general y hacer algo que redunde en beneficio de todos.

—¡Bravo, respondí, bien por Ernesto!

Sin cuidarse de mi exclamacion aproximóse á una de las más altas palmeras que habia estado examinando, y atándose á las piernas la piel del tiburon comenzó á escalar el árbol. No pudo ménos de asombrarme la agilidad y destreza con que trepaba. Sus hermanos se echaron á reir viéndole elegir un árbol que no tenia fruto, y tuvieron la malicia de no advertirlo hasta que le vieron en lo más alto. Sin responderles Ernesto llegó á la copa, y sentado entre las palmas sacó la hachuela é hizo caer á nuestros piés gran cantidad de cogollos de hojas tiernas y apretadas, que conocí al instante ser el sagu palmista, manjar delicadísimo, que se aprecia mucho en América.

El hábito reflexivo de Ernesto le habia hecho recordar lo que habia leido en la historia natural. Sabía que existian infinitas clases de palmeras, unas que producian cocos y otras que criaban en su parte más elevada cierto ramillete de hojas que contenian una fécula muy apetecida de los indios, la cual acostumbra comerse en América como ensalada.

Los demás de la familia, no tan entendidos como Ernesto en historia natural, redoblaron las bromas al ver los ramos que nos enviaba el doctor.

—¡Vaya una gracia! díjole su madre; como no has encontrado cocos, te vengas en mutilar ese pobre árbol.

—Despacio; mamá, despacio, respondió sosegadamente Ernesto; lo que he cortado vale la pena y tiene su mérito; y emplúmenme si lo que voy á bajar no vale más que todos los cocos habidos y por haber.

—Tiene razon Ernesto, añadí; lo que acaba de hacer es una prueba del fruto que ha sacado de sus lecturas, y en vez de burlaros de él deberiais admirarle y darle gracias encima. No es tan vivo como vosotros, continué dirigiéndome á sus hermanos, ni llega con mucho á nuestra fuerza y destreza, si bien acaba de dar una prueba de ella; pero en cambio es más reflexivo y estudioso: todo lo exami-