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EL ROBINSON SUIZO.

una hora habria que caminábamos, cuando oímos un arcabuzazo. Era Federico que habia disparado á un pájaro grande, que cayó herido á corto trecho de nosotros entre la yerba. Aun en este estado no se dejaba coger, defendiéndose valientemente con las patas y las alas de las embestidas de los perros que le acosaban; pero al fin hubieran estos acabado con el ave rebelde á no llegar yo á tiempo de echarla con precaucion un pañuelo por la cabeza. Privada así de la luz cesó en su resistencia, y nos hicímos dueños de ella. Examinéla con atencion, y reparé que sólo estaba herida de un ala. Se la sujeté con un cordel, así como las patas, y la llevámos en triunfo hasta el trineo, donde nos aguardaba el resto de la familia.

—¡Qué ave tan hermosa! exclamaron á la vez mi esposa y los pequeños al vernos tan cargados, porque el pajarraco pesaria á lo ménos treinta libras.

—¡Lo ménos es un águila! dijo Santiago.

—Papá, preguntó Ernesto, que la examinaba con curiosidad, ¿si será un ganso-avutarda?

—Buen ganso te dé Dios, respondió con cierta mofa Federico; díme pues, ¿dónde tiene las membranas que á tu parecer son peculiares á los palmípedos?

—No te burles así de tu hermano, Federico, añadí; Ernesto tiene razon: es una avutarda; carece sí de las membranas que dices, y por eso se llama tambien pava-avutarda, aunque no tenga el espolon que caracteriza á las gallináceas.

—¡Ah! ya me acuerdo, dijo Santiago; este es uno de aquellos grandes pájaros que al pasar por aquí otra vez nos saltaron casi á las narices, y ni Ernesto ni yo pudímos matar ninguno. ¿Se acuerda V., mamá?

—En efecto, respondió la madre, tal vez sea uno de aquellos; pero es lástima cogerle porque quizá la pobre bestia tenga los polluelos entre estos juncos. Si por mí fuera, la soltaria.

—No pases cuidado por la cria, añadí; los pequeñuelos ya podrán por sí solos bandeárselas; además, deseo domesticar esta ave que cuando se cure hará buen papel en el corral; y en todo caso, si no se queria conservar, nos proporcionaria un buen asado.

Hecha mal ó bien la primera cura á la avutarda, se la colocó sobre el trineo; seguimos nuestra marcha, y llegámos al Bosque de las palmeras, que ya se quedó con el nombre de Bosque de los monos, en recuerdo de la abundante provision de cocos con que estos nos regalaron en otra ocasion. Riéndose Federico contó de nuevo los detalles de aquella aventura á su madre y sus hermanos, que hubieran deseado se repitiese, y así los llamaban á voz en grito; pero ninguno acudía, y no habia medio de suplir su falta para hacer caer los cocos de los árboles, que eran altísimos; cuando de repente vímos caer uno á nuestros piés, luego otro, y despues otro. Alzámos la cabeza y dirigimos la vista á todos lados para ver quién nos alargaba aquellos frutos; pero nada se percibia y las hojas permanecian inmóviles.