Página:El Robinson suizo (1864).pdf/129

Esta página ha sido corregida
113
CAPÍTULO XVII.

todavía no acabasen de comprender los efectos del lazo, hice en su presencia la prueba, y con la mano derecha despedí una de las balas á un arbusto poco distante, reteniendo la otra con la izquierda; y ya fuese casualidad ó destreza, la bala, revolviéndose sobre sí misma, enlazó el tronco como si fuera con nudo corredizo, que se apretó cada vez más tirando de la cuerda cuya extremidad tenia cogida.

—Ya veis, les dije, haciéndoles aproximar al arbusto, si este tronco hubiera sido la cabeza de un tigre ó el cuello de un caballo, lo mismo los hubiera sujetado.

Este experimento bastó para que el ejercicio cayese en gracia. Federico adquirió en él grandísima habilidad, que deseé imitasen en lo posible sus hermanos, pues esta arma podia llegar á ser un gran recurso y suplir las de fuego si las municiones llegasen á agotarse.

Como al dia siguiente el mar estaba agitado y el viento y oleaje eran muy fuertes, no tuve por conveniente embarcarme, y permanecímos juntos todo el dia, empleándole en mejorar nuestro establecimiento. Mi esposa me hizo ver cuanto habia hecho durante mi ausencia, consistiendo en haber llenado un barril de hortelanos asados con la correspondiente manteca para la provision de invierno, y hecho panes de harina de yuca; advirtiéndome además que las palomas habian ya anidado en la copa de la higuera, cuyos nidos habia resguardado con un tejadillo para que estuviesen abrigados los pichones; por último, volvióme á recordar su pesadilla de los arbolillos de Europa que tenia al fresco. En seguida busqué terreno á propósito para disponer el criadero, preparándolo en surcos con ayuda de los niños, y plantámos los frutales, con lo que quité un peso de encima á mi esposa.

Casi todo el dia se invirtió en esta tarea, y cuando fuímos á cenar noté que escaseaban las vituallas, pues no habia en la mesa mas que patatas, yuca y leche, por lo que resolví que al dia siguiente saldríamos á caza, por si la suerte nos favorecia para proveer la despensa. No bien amaneció ya estábamos de pié, porque esta vez todos quisieron ser de la partida, incluso mi esposa, pues además de no conocer la tierra, tenia gusto en dar ese paseo. Despues del desayuno, bien armados, y llevándonos el trineo tirado por el burro, para traer más cómodamente el producto que esperaba sacar de la cacería, emprendímos la marcha. Turco, con su coraza de puerco espin, rompia la marcha; mis tres hijos mayores, armados con carabinas, seguian despues; la madre, conduciendo el asno del diestro, y el pequeño Franz, formaban el centro; y á alguna distancia, seguia yo cerrando el acompañamiento que hacia más grotesco maese Knips cabalgando en la pacientísima Bill.

Seguímos desde luego costeando el Pantano de los flamencos. A cada paso mi esposa se entusiasmaba ante la admirable vegetacion que por doquiera se desplegaba, y la grandísima elevacion de los árboles que crecian en este sitio. Cosa de