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vastas posesiones señorlales, abundantes en caza, y aunque la vigilancia era grande, y severas las leyes, no faltaban atrevidos cazadores que se burlasen de ambas: á este arriesgado ejercicio se dedicó Wolf.

Quiso la suerte que entre los amantes de Juanita estuviese Roberto, criado del guardabosques. Era Roberto mozo de gran malicia y astucia, asi que fué todo uno, el percibir la variacion que en el ánimo de su querida hacian las dádivas de su rival, y acertar con la oculta fuente de donde manaban. Poco antes se habia publicado un edicto que condonaba á los ladrones de caza al presidio correccional; veló incansable Roberto los pasos del incauto Wolf, y á poco logró cogerlo la fraganti; trabajosamente, y solo á costa de su miserabie fortuna, logró el desgraciado trocar la pena de destierro en una crecida multa.

Triunfaba Roberto, y los favores de Juanita no eran ya para el mendigo. Bien conocia Wolf á su cruel enemigo, y mas que la miseria, mas que su ofendido orgullo le mortificaba verle tranquilo poseedor da su Juana; la necesidad le lanzaba al ancho mundo; la pasion y la venganza le encadenaban á sus objetos. Volvió á su oficio, y tornó Roberto á sorprenderlo y entregarlo á la justicia: ya no tenia oro que lo salvase, y pocas semanas despues partió para la casa de correccion del distrito.

Corrió el tiempo, volvió la liberlad, pero solo tornaron con ella los malos deseos que en la soledad y la desgracia crecen en el corazon como agrestos yerbas en un inculto y descuidado huerto. Ya en libertad, se apresuró en llegar á su pueblo. Llega, y amigos estraños huyen de él como de un apestado. El hambre rinde su altivez, supera su delicadeza, y el que poco ha desdenaba los trabajos del campo, pordiosea ahora un jornal de los hacendados del pueblo, pero de todas partes es rechazado; su endeblez le hace inadmisible para las penosas fatigas del labrador.

Hace un último esfuerzo sobre su soberbia naturaleza, y se ofrece para guardar puercos, pero nadie quiere confiar su hacienda á el ladron. De todos despreciado, escluido de toda honrada ocupacion, vuelve tercera vez al bosque, y quiere su desgracia que por tercera vez caiga en manos de su implacable enemigo.

El juez consultó los libros de la ley, pero no la disposicion de ánimo del delincuente; tuvo solo presente que se necesitaba un solemne y ejemplar castigo y condenó á Wolf á tres años de trabajos públicos, y á llevar eternamente el recuerdo de su vergüenra en una horca que le quemaron en la espalda.

Pasó el tiempo de la condena, y salió del presidio otro hombre del que habia entrado. De este tiempo principia una nueva era de su vida: oigámoslo á él mismo en su confesion.

«Entré en el presidio un descarriado, y salí un perdido; aun con-