—Lázaro: engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.
—No comí—dije yo—; mas ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
—¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.
—Anda presto, muchacho; salgamos de entre tan mal manjar, que ahoga sin comerlo.
Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré lo que era, y como no vi sino sogas y cinchas, que no era cosa de comer, dijele:
—Tio: ¿por qué decis eso?
Respondióme:
—Calla, sobrino: según las mañas que llevas, lo sabrás y verás cómo digo verdad.
Y así pasamos adelante por el mismo portal, y llegamos a un mesón, a la puerta del cual había muchos cuernos en la pared, donde ataban los recueros sus bestias, y como iba tentando si era allí el mesón adonde él rezaba cada día por la mesonera la oración de la emparedada, asió de un cuerno, y con un gran suspiro dijo:
—¡Oh, mala cosa, peor que tienes la hechura! ¡De