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El Japón

de vapores y el confuso rumor que surgía de ella se esfumaba en el alborozo matinal de los pájaros acuáticos congregados á miles en los grandes juncos y en los cañaverales.

De pronto, el joven que estaba tendido se levantó y, mirando á su compañero, se echó á reir. Este volvió la cabeza y se rió también.

—¿Qué te pasa, Boitoro?—dijo.

—¿Y á ti, Miodjin?—contestó el otro.

—¿Por qué te ries?

—¿Por qué mi risa, como sauce que se inclina hacia el agua, ha encontrado un reflejo en tus labios?

Miodjin bajó la cabeza, enrojeció un poco y mordió su abanico.

—Soy yo, pues, quien debe comenzar las confidencias—replicó Boitoro, á quien no sorprendió la confusión de su amigo.

—¿Qué confidencias?—murmuró Miodjin.

—¿Por qué callar tanto tiempo?—dijo Boitoro.—Desde hace un año nuestro secreto no ha salido de nuestros corazones, aunque éstos se escuchaban y se entendían. Nuestros actos hablaban en vez de nuestros labios, y, de común acuerdo, seguimos el mismo camino, sin saber donde vamos. En este momento ¿por qué nos conduce esta barca fuera de la ciudad?

—Porque hoy es el sexto día del mes, el día de la fiesta de las banderas y huimos de la multitud que invade la ciudad —respondió Miodjin riendo.

—¿A dónde vamos?

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