hechos, dice que, cuando más tarde, durante una guerra civil, incendiaron este palacio, tardaron tres meses en enfriarse sus cenizas.
No hay por qué decir que para cubrir estos gastos se levantaron impuestos verdaderamente onerosos. Nadie sabía al acostarse si al amanecer le pertenecía un campo ó se lo encontraría devastado y hasta confiscado por el placer del príncipe. Los que le rodeaban diariamente eran los más ansiosos; un tirano que se burlaba de la vida humana y que por cualquier falta pequeña y, á veces, sin razón ni motivo alguno, hacía rodar las cabezas á sus pies, tenía que inspirar terror. Era tan temido como odiado; pero él no se preocupaba. ¿Qué le importaban los sentimientos de su pueblo? Después de todo no pensaba mal, puesto que los chinos, resignados, no se preocupaban en sacudir su yugo destronándole.
Pero este soberbio emperador, cuyo capricho era ley, no vivía tranquilo. Un gusano roedor le privaba de toda alegría; la zozobra de su muerte, que no podía evitar, le envenenaba la existencia. Tener que renunciar al Imperio, ceder á lo inevitable, abandonar los placeres, era dura cosa para él, autócrata soberbio y voluptuoso. Estos pensamientos le abrumaban y para que no le torturasen, decidió esperar á que un precioso remedio le dispensara del tributo que debe pagar todo hombre y anunció que recompensaría espléndidamente á quien descubriera un remedio contra la muerte. Su primer médico, á quien la inquietud hacía perverso, se