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CAPÍTULO LII
De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la rara aventura de los diciplinantes, á quien dió felice fin á costa de su sudor


eneral gusto causó el cuento del cabrero á todos los que escuchado le habían; especialmente le recibió el canónigo, que con extraña curiosidad notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico cabrero, cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y así, dijo que había dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se ofrecieron a Eugenio; pero el que más se mostró liberal en esto fué don Quijote, que le dijo:

—Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder comenzar alguna aventura, que, luego, luego, me pusiera en camino porque vos la tuviérades buena; que yo sacara del monasterio (donde sin duda alguna debe de estar contra su voluntad) á Leandra, á pesar de la abadesa y de cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos para que hiciérades della á toda vuestra voluntad y talante, guardando empero las leyes de la caballería, que mandan que á ninguna doncella le sea fecho desaguisado alguno. Aunque yo espero en Dios, nuestro Señor, que no ha de poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la de otro encantador, mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra sino de favorecer á los desvalidos y menesterosos.

Miróle el cabrero; y como vió á don Quijote de tan mal pelaje y catadura, admiróse, y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía: