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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

como mi señora la princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo le desmiento, le reto y desafío á singular batalla.

Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote; pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles quién era don Quijote, y que no había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio.

Preguntáronle al ventero si acaso había llegado á aquella venta un muchacho de hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, de tales y tales señas, dando las mismas que traía el amante de doña Clara.

El ventero respondió que había tanta gente en la venta, que no había echado de ver en el que preguntaban; pero, habiendo visto uno dellos el coche donde había venido el oidor, dijo:

—Aquí debe de estar sin duda, porque este es el coche que él dicen que sigue: quédese uno de nosotros á la puerta, y entren los demás á buscarle; y aun sería bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se fuese por las bardas de los corrales.

—Así se hará, respondió uno dellos.

Y entrándose los dos dentro, uno se quedó á la puerta, y el otro se fué á rodear la venta; todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel mozo cuyas señas le habían dado.

Ya á esta sazón aclaraba el día; y así, por esto, como por el ruido que don Quijote había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban, especialmente doña Clara y Dorotea; que la una con el sobresalto de tener tan cerca á su amante, y la otra con el deseo de verle, habían podido dormir bien mal aquella noche. Don Quijote, que vió que ninguno de los cuatro caminantes hacía caso dél, ni le respondían á su demanda, moría y rabiaba de despecho y saña; y si él hallara en las ordenanzas de su caballería que lícitamente podía el caballero andante tomar y emprender otra empresa, habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la que había prometido, él embistiera