—¿Qué diablos de fortaleza ó castillo es este, dijo uno, para obligarnos á guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran; que somos caminantes, que no queremos más de dar cebada á nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa.
—¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? respondió don Quijote.
—No sé de qué tenéis talle, respondió el otro; pero sé que decís disparates en llamar castillo á esta venta.
—Castillo es, replicó don Quijote, y aun de los mejores de toda esta provincia, y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza.
—Mejor fuera al revés, dijo el caminante, el cetro en la cabeza y la corona en la mano; y será, si á mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener á menudo esas coronas y cetros que decís; porque en una venta tan pequeña y adonde se guarda tanto silencio como en esta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro.
—Sabéis poco del mundo, replicó don Quijote, pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caballería andante.
Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían, del coloquio que con don Quijote pasaba, y así, tornaron á llamar con grande furia, y fué de modo que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban; y así, se levantó á preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban, se llegó á oler á Rocinante, que, melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse á su estirado señor; y como, en fin, era de carne, auque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse, y tornar á oler á quien le llegaba á hacer caricias; y así, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de don Quijote, y resbalando de la silla, dieran con él en el suelo, á no quedar colgado del brazo; cosa que le causó tanto dolor, que creyó, ó que la muñeca le cortaban, ó que el brazo se le arrancaba: creyó ade-