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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante no se moviese; y aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía sino estar en pie ó arrancarse la mano. Allí fué el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza encantamento alguno; allí fué el maldecir de su fortuna; allí fué el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado (que sin duda alguna se había creído que lo estaba); allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fué el llamar á su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó á los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó á su buena amiga Urganda, que le socorriese; y, finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso, que bramaba como un toro, porque no esperaba él que con el día se remediaría su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado; y hacíale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, ó hasta que otro más sabio encantador le desencantase. Pero engañóse mucho en su creencia, porque apenas comenzó á amanecer, cuando llegaron á la venta cuatro hombres de á caballo, muy buen puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones.

Llamaron á la puerta de la venta, que aun estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto por don Quijote desde donde aun no dejaba de hacer centinela, con voz arrogante y alta dijo:

—Caballeros ó escuderos, ó quienquiera que seáis, no tenéis para qué llamar á las puertas deste castillo; que asaz de claro está que á tales horas, ó los que están dentro duermen, ó no tienen por costumbre de abrir tales fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos afuera y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo ó no que os abran.

Tomo I.—120