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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Entre vuestra merced, digo, en este paraíso; que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo que vuestra merced trae consigo; aquí hallará las armas en su punto y la hermosura en su extremo.

Admirado quedó el oidor del razonamiento de don Quijote, á quien se puso á mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras; y sin hallar ningunas con qué respondelle, se tornó á admirar de nuevo cuando vió delante de sí á Luscinda, Dorotea y Zoraida, que, á las nuevas de los nuevos huéspedes, y á las que la ventera les había dado de la hermosura de la doncella, habían venido á verla y á recibirla; pero don Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía, como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada á la hermosa doncella. En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda la que allí estaba; pero el talle, visaje y apostura de don Quijote le desatinaban; y habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos, y tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado: que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen fuera, como en su guarda; y así, fué contento el oidor que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo de muy buena gana; y con parte de la estrecha cama del ventero y con la mitad de la que el oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de lo que pensaban.

El cautivo, que desde el punto que vió al oidor le dió saltos el corazón y barruntos de que aquél era su hermano, preguntó á uno de los criados que con él venían, que cómo se llamaba, y si sabía de qué tierra era. El criado le respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había oído decir que era de un lugar de las montañas de León. Con esta relación y con lo que él había visto, se acabó de confirmar de que aquél era su hermano, que había seguido las letras por consejo de su padre; y alborotado y contento, llamando aparte á don Fernando, á Cardenio y al cura, les contó lo que pasaba,