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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Esta señal nos confirmó en que alguna cristiana debía de estar cautiva en aquella casa, y era la que el bien nos hacía; pero la blancura de la mano, y las ajorcas que en ella vimos, nos deshizo este pensamiento, puesto que imaginamos que debía de ser cristiana renegada, á quien de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus mismos amos, y aun lo tienen á ventura, porque las estiman en más que las de su nación. En todos nuestros discursos dimos muy lejos de la verdad del caso; y así, todo nuestro entretenimiento desde allí adelante era mirar y tener por norte á la ventana donde nos había aparecido la estrella de la caña; pero bien se pasaron quince días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra señal alguna; y aunque en este tiempo procuramos con toda solicitud saber quién en aquella casa vivía, y si había en ella alguna cristiana renegada, jamás hubo quien nos dijese otra cosa sino que allí vivía un moro principal y rico, llamado Agimorato, alcaide que había sido de la Pata, que es oficio entre ellos de mucha calidad; mas cuando más descuidados estábamos de que por allí habían de llover más cianiis, vimos á deshora parecer la caña y otro lienzo en ella, con otro nudo más crecido; y esto fué á tiempo que estaba el baño, como la vez pasada, solo y sin gente.

»Hicimos la acostumbrada prueba, yendo cada uno, primero que yo, de los mismos tres que estuvieron conmigo; pero á ninguno se rindió la caña sino á mí; porque en llegando yo, la dejaron caer. Desaté el nudo, y hallé cuarenta escudos de oro españoles y un papel escrito en arábigo, y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé los escudos, volvíme al terrado, hicimos todas nuestras zalemas, tornó á parecer la mano, hice señas que leería el papel, y cerraron la ventana. Quedamos todos confusos y alegres con lo sucedido; y como ninguno de nosotros entendía el arábigo, era grande el deseo que teníamos de entender lo que el papel contenía, y mayor la dificultad de buscar quién lo leyese. En fin, yo me determiné de fiarme de un renegado, natural de Murcia, que se había dado por grande amigo mío, y puesto prendas entre los dos, que le obligaban á guardar el secreto