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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

ojos andaba rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahinco, que parecía persona fuera de juicio; cuyas señales, sin saber por qué las hacía, pusieron gran lástima en Dorotea y en cuantos la miraban. Teníala el caballero fuertemente asida por las espaldas; y por estar tan ocupado en tenerla, no pudo acudir á alzarse el embozo, que se le caía, como en efecto se le cayó del todo y alzando los ojos Dorotea, que abrazada con la señora estaba, vió que el que abrazada asimismo la tenía era su esposo don Fernando; y apenas le hubo conocido, cuando, arrojando de lo íntimo de sus entrañas un luengo y tristísimo ay, se dejó caer de espaldas, desmayada; y á no hallarse allí junto el barbero, que la recogió en los brazos, ella diera consigo en el suelo. Acudió luego el cura á quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro; y así como la descubrió, la conoció don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla, pero no tanto, que dejase, con todo esto, de tener á Luscinda, que era la que procuraba soltarse de sus brazos, la cual había conocido en sus gritos á Cardenio, y él la había conocido á ella. Oyó asimismo Cardenio el ay que dió Dorotea cuando se cayó desmayada, y creyendo que era su Luscinda, salió del aposento despavorido; y lo primero que vió fué á don Fernando, que tenía abrazada á Luscinda. También don Fernando conoció luego á Cardenio y todos tres, Luscinda, Cardenio y Dorotea quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo que les había acontecido.

Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea á don Fernando, don Fernando á Cardenio, Cardenio á Luscinda, y Luscinda á Cardenio; mas quien primero rompió el silencio fué Luscinda, hablando á don Fernando desta manera:

—Dejadme, señor don Fernando, por lo que debéis á ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hagáis; dejadme llegar al muro de quien yo soy hiedra, al arrimo de quien no me han podido apartar vuestras importunaciones, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas; notad cómo el cielo, por desusados y á nosotros encubiertos