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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

que es lo más cierto; y quizá porque no le debe de nacer de voluntad el monjío, va triste como parece.

—Todo podría ser, dijo el cura.

Y dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea, la cual, como había oído suspirar á la embozada, movida de natural compasión, se llegó á ella y le dijo:

—¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es alguno de quien las mujeres suelen tener uso y experiencia de curarle; que de mi parte os ofrezco una buena voluntad de serviros.

A todo esto callaba la lastimada señora; y aunque Dorotea tornó con mayores ofrecimientos, todavía se estaba en su silencio, hasta que llegó el caballero embozado que dijo el mozo que los demás obedecían, y dijo á Dorotea:

—No os canséis, señora, en ofrecer nada á esa mujer, porque tiene por costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace; ni procuréis que os responda, si no queréis oír alguna mentira de su boca.

—Jamás la dije, dijo á esta sazón la que hasta allí había estado callando; antes, por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas, me veo ahora en tanta desventura; y desto vos mismo quiero que seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace á vos ser falso y mentiroso.

Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien estaba tan junto de quien las decía, que sola la puerta del aposento de don Quijote estaba en medio; y así como las oyó, dando una gran voz, dijo:

—¡Válgame Dios! ¿qué es esto que oigo? ¿qué voz es esta que ha llegado á mis oídos?

Volvió la cabeza á estos gritos aquella señora, toda sobresaltada; y no viendo quién los daba, se levantó en pie y fuése á entrar en el aposento; lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso. A ella, con la turbación y desasosiego, se le cayó el tafetán con que traía cubierto el rostro, y descubrió una hermosura incomparable y un rostro milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los