mulgado, que sin duda lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea. Y ¿no sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, y ¿quién pensáis que ha ganado este reino, y cortado la cabeza á este gigante, y héchoos á vos marqués (que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada), si no es el valor de Dulcinea, tomando á mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí; y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y como sois desagradecido, que os veis levantado del polvo de la tierra á ser señor de título, y correspondéis á tan buena obra con decir mal de quien os la hizo!
No estaba tan maltrecho Sancho, que no oyese todo cuanto su amo le decía, y levantándose con un poco de presteza, se fué á poner detrás del palafrén de Dorotea, y desde allí dijo á su amo:
—Dígame, señor, si vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta gran princesa, claro está que no será el reino suyo; y no siéndolo ¿qué mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo, cásese vuestra merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquí como llovida del cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea, que reyes debe de haber habido en el mundo, que hayan sido amancebados. En lo de la hermosura no me entremeto, que en verdad, si va á decirla, que entrambas me parecen bien, puesto que yo nunca he visto á la señora Dulcinea.
—¡Cómo que no la has visto, traidor blasfemo! dijo Don Quijote; ¿pues no acabas de traerme ahora un recado de su parte?
—Digo que no la he visto tan despacio, dijo Sancho, que pueda haber notado particularmente su hermosura y sus buenas partes punto por punto, pero así á bulto me parece bien.
—Ahora te disculpo, dijo don Quijote, y perdóname el enojo que te he dado, que los primeros movimientos no son en manos de los hombres.
—Ya yo lo veo, respondió Sancho, y así en mí la gana de hablar