ninguna cosa se esconde, y esta imagen de nuestra Señora que aquí tienes.»
Cuando Cardenio le oyó decir que se llamaba Dorotea, tornó de nuevo á sus sobresaltos, y acabó de confirmar por verdadera su primera opinión; pero no quiso interrumpir el cuento, por ver en qué venía á parar lo que él ya casi sabía: sólo dijo:
—¿Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra he oído yo decir del mesmo, que quizá corre parejas con tus desdichas. Pasa adelante; que tiempo vendrá en que te diga cosas que te espanten en el mesmo grado que te lastimen.
Reparó Dorotea en las razones de Cardenio y en su extraño y desastrado traje, y rogóle que si alguna cosa de su hacienda sabía, se la dijese luego, porque si algo le había dejado bueno la fortuna, era el ánimo que tenía para sufrir cualquier desastre que le sobreviniese, segura de que, á su parecer, ninguno podía llegar, que el que tenía acrecentase un punto.
—No le perdiera yo, señora, respondió Cardenio, en decirte lo que pienso, si fuera verdad lo que imagino, y hasta ahora no se pierde coyuntura, ni á ti te importa nada el saberlo.
—Sea lo que fuere, respondió Dorotea, lo que en mi cuento pasa fué, que tomando don Fernando una imagen que en aquel aposento estaba, la puso por testigo de nuestro desposorio, y con palabras eficacísimas y juramentos extraordinarios me dió la palabra de ser mi marido; puesto que antes que acabase de decirlas, le dije que mirase bien lo que hacía, y que considerase el enojo que su padre había de recebir de verle casado con una villana, vasalla suya; que no le cegase mi hermosura, tal cual era, pues no era bastante para hallar en ella disculpa de su yerro; y que si algún bien me quería hacer por el amor que me tenía, fuese dejar correr mi suerte al igual de lo que mi calidad pedía; porque nunca los tan desiguales casamientos se gozan, ni duran mucho en aquel gusto con que se comienzan.
«Todas estas razones que aquí he dicho le dije, y otras de que