había persona de fuera sino los criados de casa. De allí á un poco salió de una recámara Luscinda, acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y como quien era la perfección de la gala y bizarría cortesana. No me dió lugar mi suspensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que traía vestido; sólo pude advertir á las colores, que eran encarnado y blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo el vestido hacían, á todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus hermosos y rubios cabellos, tales que, en competencia de las preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con más resplandor á los ojos ofrecían.
»¡0h memoria, enemiga mortal de mi descanso! ¿De qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de aquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes y representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto agravio, procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la vida? No os canséis, señores, de oir estas digresiones que hago; que no es mi pena de aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada circunstancia suya me parece á mí que es digna de un largo discurso.»
A esto le respondió el cura que, no sólo no se cansaban en oirle, sino que les daban mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que merecían no pasarse en silencio, y la misma atención que lo principal del cuento.
«Digo, pues, prosiguió Cardenio, que estando todos en la sala, entró el cura de la parroquia; y tomando á los dos por la mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: ¿Queréis, señora Luscinda, al señor don Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la santa madre Iglesia? yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse á escuchar lo que Luscinda respondía, esperando de su