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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

vieron quedos esperando si otra alguna cosa oían; pero viendo que duraba algún tanto el silencio, determinaron de salir á buscar el músico que con tan buena voz cantaba; y queriéndolo poner en efecto, hizo la misma voz que no se moviesen, la cual llegó de nuevo á sus oídos, cantando este

SONETO

Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
entre benditas almas, en el cielo
subiste alegre á las empíreas salas.
Desde allá, cuando quieres, nos señalas
la falsedad cubierta con tu velo,
por quien á veces se trasluce el celo
de buenas obras, que á la fin son malas.
Deja el cielo, amistad, ó no permitas
que el engaño se vista tu librea,
con que destruye á la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
presto ha de verse el mundo en la pelea
de la discorde confusión primera.

El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos con atención volvieron á esperar si más se cantaba; pero viendo que la música se había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quién era el triste, tan extremado en la voz como doloroso en los gemidos; y no anduvieron mucho, cuando al volver de una punta de una peña, vieron a un hombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado, cuando les contó el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vió, sin sobresaltarse, estuvo quedo con la cabeza inclinada sobre el pecho, á guisa de hombre pensativo, sin alzar los ojos á mirarlos más de la vez primera cuando de improviso llegaron. El cura, que era hombre bien hablado (como el que ya tenía noticia de su desgracia, pues por las señas le había conocido), se llegó á él, y con breves, aunque muy discretas razones, le rogó y propuso que aquella tan miserable vida dejase, porque allí no la perdiese, que era la desdicha mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio,