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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

fingía quererse ausentar por remediarlos, ahora de veras procuraba irse por no ponerlos en ejecución.

»Dióle el duque licencia, y mandóme que le acompañase; venimos á mi ciudad, recibióle mi padre como quien era; vi yo luego á Luscinda, tornaron á vivir (aunque no habían estado muertos ni amortiguados) mis deseos, de los cuales di cuenta, por mi mal, á don Fernando, por parecerme que, en la ley de la mucha amistad que mostraba, no le debía encubrir nada. Alabéle la hermosura, donaire y discreción de Luscinda de tal manera, que mis alabanzas movieron en él los deseos de querer ver doncella de tan buenas partes adornada. Cumplíselos yo, por mi corta suerte, enseñándosela una noche á la luz de una vela por una ventana, por donde los dos solíamos hablarnos. Vióla en signo tal, que todas las bellezas hasta entonces por él vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto, y, finalmente, tan enamorado, cual lo veréis en el discurso del cuento de mi desventura; y para encenderle más el deseo (que á mí me celaba y al cielo á solas descubría), quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo, tan discreto, tan honesto y tan enamorado, que en leyéndolo me dijo, que en sola Luscinda se encerraban todas las gracias de hermosura y de entendimiento que en las demás mujeres del mundo estaban repartidas. Bien es verdad que quiero confesar ahora que, puesto que yo veía con cuán justas causas doji Fernando á Luscinda alababa, me pesaba de oir aquellas alabanzas de su boca, y comencé á temer, y con razón á recelarme dél, porque no se pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la plática, aunque la trújese por los cabellos; cosa que despertaba en mí un no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad y de la fe de Luscinda; pero con todo eso, me hacía temer mi suerte en lo mesmo que ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo á Luscinda enviaba, y los que ella me respondía, á título que de la discreción de los dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que habiéndome pedido Luscinda un libro de caballerías en que leer (de quien era ella

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