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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

manera tiraban á crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol escurecía; y el aliento, que sin duda alguna olía á ensalada fiambre y trasnochada, á él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que él había leído en sus libros, de la otra princesa que vino á ver al mal ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos; y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el acto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban; las cuales pudieran hacer vomitar á otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía entre sus brazos á la diosa de la hermosura.

Y teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja, le comenzó á decir:

—Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho; pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir á los buenos, ponerme en este lecho donde yago, tan molido y quebrantado, que aunque de mi voluntad quisiera satisfacer á la vuestra, fuera imposible; y más, que se añade á esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada á la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que, si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero, que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto.

Maritornes estaba congojadísima y trasudando de verse tan asida de don Quijote, y sin entender ni estar atenta á las razones que le decía, procuraba, sin hablar palabra, desasirse. El bueno del arriero, á quien tenía despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta, la sintió; estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quijote decía, y celoso de que la asturiana le hubiese faltado á la palabra por otro, se fué llegando más al lecho de don Quijote, y estúvose quedo hasta ver en qué paraban aquellas razones que él no podía entender; pero como vió que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote trabajaba por tenerla, pareciéndole mal la burla, enarboló