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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

salen, es á contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma á su morada primera.

Y en diciendo esto, sin querer oir respuesta alguna, volvió las espaldas, y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados tanto de su discreción como de su hermosura á todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras (de aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos) de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería socorriendo á las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada en altas é intelegibles voces dijo:

—Ninguna persona, de cualquiera estado y condición que sea, se atreva á seguir á la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía. Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca Ó ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes; á cuya causa es justo que en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive.

O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, ó porque Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que á su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí, hasta que acabada la sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña en tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer con un epitafio que había de decir desta manera:

Yace aquí de un amador
el mísero cuerpo helado,
que fué pastor de ganado,
perdido por desamor.

Murió á manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de amor.