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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano; venían con ellos asimismo dos gentiles hombres de á caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de á pie que los acompañaban. En llegándose á juntar, se saludaron cortésmente; y preguntándose los unos á los otros dónde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro, y así comenzaron á caminar todos juntos.

Uno de los de á caballo, hablando con su compañero, le dijo:

—Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hiciéremos en ver este famoso entierro; que no podrá dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado extrañezas, así del muerto pastor, como de la pastora homicida.

—Así me lo parece á mí, respondió Vivaldo; y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera, á trueco de verle.

Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y Grisóstomo.

El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con aquellos pastores, y que, por haberlos visto en aquel tan triste traje, les habían preguntado la ocasión por qué iban de aquella manera; que uno dellos se la contó, contando la extrañeza y hermosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel Grisóstomo, á cuyo entierro iban: finalmente, él contó todo lo que Pedro á don Quijote había contado.

Cesó esta plática, y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo á don Quijote, qué era la ocasión que le movía á andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:

—La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera: el buen paso, el regalo y el reposo allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron é hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.