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monjil; hombres, no veía otro que su confesor, fuera del padre y los hermanos que la trataban con rígida cortesía.

La sangre, loca de sol, exasperada como por una infusión de especias, al soplo enervante de las brisas africanas, podía con todos esos recelos; y el discreteo de las «tapadas», que tornó clásicas la comedia congénere, vengó de tantos agravios á la libertad y á la belleza. Una amable rufianería de lacayos, escurrió billetes y madrigales por las junturas de las imponentes cancelas. La Celestina se volvió un personaje clásico; el percance de los galanes sorprendidos por la ronda, ó muertos en duelo anónimo al pie de cómplices rejas, fué argumento popular; pero justo es decir que semejante

reacción, asaz natural por otra parte, jamás llegó á la corrupción de las costumbres. La dama española conservó integérrima su pulcritud en el arca de su fidelidad. El asalto á los hogares demasiado herméticos, no fué precisamente una proeza casquivana, y las conquistadas doncellas amaron por lo común sólo á sus dueños. La mujer de la clase media mantuvo su honestidad, y el adulterio fué casi siempre un pecado de Corte.