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sa, favoreciéndolos con toda suerte de excepciones fiscales y acordándoles una legislación privilegiada, cuyo espíritu disonaba con el carácter humillante que en cuanto á la Iglesia revistió la peninsular. Desde la franquicia comercial exclusiva, hasta el permiso de armarse sin control, todo lo obtuvieron; con más que ellos mismos sugerían las ordenanzas á su favor. Con ellos no hubo patronatos ni regalías, y la Corona dió siempre mucho más de lo que la retribuyeron.

Así, pues, no hay tal cuestión de intereses en la expulsión, consentida y ejecutada además por naciones donde la confiscación no podía ser un aliciente. Concretándome á España, ésta resolvió con semejante medida una cuestión de ideas. Carlos III no era hombre para concebir un imperio teocrático basado en el quietismo y en el atraso de sus súbditos. Sus tendencias modernas y prácticas procuraban sacar, en este doble sentido, cuanto era posible del tosco instrumento que en manos de los Habsburgos fué sólo un ingenio de destrucción; y si no resultó el Luis XIV de España, faltándole el genio del Gran Rey para igualarlo, es evidente que se le pareció en algunas cosas.